viernes, 22 de agosto de 2008

La guerra contra el terrorismo, con antifaz




Justo después del regreso de vacaciones y el día de su puesta de largo en Alemania, acudí fervoroso al estreno de El caballero oscuro. El filme llegaba a Europa envuelto en su aerodinámica capa negra, planeando con exuberancia. La crítica en Estados Unidos había sido excelente y la recaudación arrolladora. Sin tener en cuenta los ajustes en el precio de las entradas por la inflación, la nueva entrega del hombre murciélago, que creara por los cincuenta el dibujante Bob Kane, se ha situado la segunda en la lista de las películas más taquilleras en la historia de EEUU, sólo superada por la empalagosa Titanic. El hecho de que este bodrio edulcorado y apelmazado sea la obra cinematográfica que más millones de dólares haya ingresado –unos dos mil en todo el mundo- ya me hizo perder la fe en el ser humano hace tiempo. Este Batman, en cambio, asegura el entretenimiento y toca los resortes de la reflexión.

Retomando al justiciero de Gotham City, confieso que me abalancé sobre la butaca, ansioso por ver la elogiada propuesta de Chistopher Nolan. Dado su previsible e impactante poderío visual, no haberla visto en una sala de cine hubiese sido un pecado equiparable a sabotear el montaje de El cuarto Mandamiento, de Orson Welles, o permitir dirigir una película a Emilio Aragón. Ciento cincuenta minutos después de la aventuras del caballero del antifaz, con las explosiones aún retumbando en mi cabeza, me preguntaba, ¿es Batman realmente esa maravilla?, ¿la película destinada a revolucionar la acción-ficción como lo fue The Matrix en los noventa? La respuesta es sí, pero no. No, pero sí. Brillante por momentos e inflamada de pirotecnia en otros. Inquietante en su retrato de la maldad bizarra, y arriesgada en plantear interrogantes de la sociedad post 11-S, pero denudada en algunos puntos de su arbolada trama.


La teoría del caos

Nolan ha intentado aquí dar un segundo impulso inmenso al triple salto que comenzó con Batman begins. La vieja pretensión de insuflar densidad dramática, profundidad psicológica y huella intelectual a un cómic llevado a la gran pantalla. En el territorio frontalmente opuesto a adaptaciones atmósfera-literales como Sin City o 300, el Batman de Nolan busca ahondar en la oscuridad del personaje y multiplicar la complejidad de las tramas. Si en la versión de 2005 el filme gravitaba alrededor de las fobias, el miedo y el alma atormentada del hombre murciélago de Gotham, en esta continuación, que arranca casi donde terminó la otra, la reflexión se torna casi metafísica. ¿Tiene sentido la justicia bienintencionada, pero enmascarada y al margen de la ley? ¿Hasta qué punto el mundo no está gobernado por el caos y cualquier intento de asentar un orden deviene en la creación de nuevas e incontrolables aristas? ¿Está la sociedad destinada a autodestruirse rehén de su agresivo egocentrismo? Y Nolan responde a sus interrogantes con un humanismo bastante pesimista.


El caballero oscuro penetra y se encharca en las alcantarillas del estado, discurriendo sobre la línea hermafrodita que no separa al terrorismo del ejercicio del poder desde las cloacas. Y lo hace trazando un indisimulado paralelismo con el cambio social experimentado desde el advenimiento de la llamada guerra contra el terrorismo, tras los atentados del World Trade Center en Nueva York en 2001.

A saber: el secuestro extrajudicial en un país extranjero del hampón de guante blanco, que controla la caja del crimen en Gotham –en una escena pareciera sacada de Misión Imposible-; el avión cárcel en el que es extraditado a las bravas; el interrogatorio-tortura al Joker (recordando los métodos utilizados por la CIA y aprobados por la Administración Bush); el hospital volando por los aires y las imágenes al más puro estilo 11-S de Batman sobre las ruinas; la amoral escucha de las conversaciones vía móvil de cualquier ciudadano, y, siempre de fondo, el miedo al terror que se incuba en la sociedad, que constriñe, que permite la cesión de derechos civiles fundamentales y el sacrificio de inocentes en aras de un supuesto bien mayor: la seguridad colectiva.


Joker, el crimen sin red

También juegan a favor del filme el humor negro que acompaña las maquinaciones del Joker y el acierto de dibujar un Gotham cercano, con una puesta en escena sobria, que bien podría ser el Nueva York o Chicago de hoy día, alejado por completo –y era necesario si se quería hacer una revisión del personaje- del barniz gótico que recubría la ciudad de Tim Burton. Junto a su ambiciosa carga de profundidad intelectual, la película tiene fogonazos sobresalientes, todos alrededor de Heath Ledger y su esquizofrénica composición del personaje del Joker, una suerte de clon neocontemporáneo y potenciado del Alex DeLarge, de La naranja mecánica, y , más reciente, del Tyler Durden -Brad Pitt- de El club de la lucha. O, citando al crítico de El País Jordi Costa, “una revisión apocalíptica de El doctor Mabuse". En la estupenda secuencia inicial, con un plano general que recuerda al arranque de Psicosis y un posterior atraco a un banco modelo Heat, queda reflejado de forma sobresaliente el código, o mejor dicho, la arbitrariedad homicida del Joker, un terrorista anarco-esteta del mal, refinado e ininteligible, que ejecuta sus crímenes entre arrebatos de salvajismo primario.

La creación de Ledger transmite una instensidad perturbadora, a la que contribuye su ausencia total de valores, que le hace imprevisible. “¿Cómo voy a querer matarte? Yo sin ti no existiría”, le dice a Batman. Aquí no hay pasado del personaje, justificación alguna, motivación de lo que hace. Se atisba una infancia traumática en algunas de las parrafadas del siniestro bufón, pero bien podrían ser juegos de naipes. Danzando alrededor del actor australiano, un reparto coral en notable equilibrio, con un esplendido fiscal del distrito -Harvey Dent-, al que da vida Aaron Eckhart, y un Christian Bale sin alardes pero correcto. Eso sí, falla la endeblez –tradicional en el cine de Christopher Nolan- del único personaje femenino, la normalmente magnífica Maggie Gyllenhaal, que no transmite nada de ese dolor que le tendría que suponer la elección entre Bruce Wayne y Harvey Dent, y existe un ligero solapamiento entre los personajes de Michael Caine (el mayordomo Alfred) y Morgan Freeman (Lucius Fox, el ético jefe de la empresa de Wayne).


Ya se han escrito toneladas de papel reclamando el Oscar póstumo para Heath Ledger, glorificando su interpretación como el villano más antológico de la historia. Uno que es muy clásico diría que no resiste comparación alguna con el Michael Corleone de El Padrino 2 –la maldad más absoluta proviene de aquellos que son como nosotros- y, si se trata de comparar con la ristra de villanos-ficción, nada como una buena respiración sonido efisema pulmonar de Darth Vader. “Lo más difícil en la interpretación es hacer de Jack Lemmon”, señaló clarividente Billy Wilder. Es decir, hacer el papel de un tipo normal, con sus filias y fobias larvadas, como el acobardado oficinista de El apartamento. Pero al fabuloso Jack le dieron el Oscar por hacer de alcohólico en Días de vino y rosas, y a Ledger se lo darán por este papel en el que pareciera que mimetiza –física e interpretativamente- al Marlon Brando de El último tango en París.


Exceso de fuegos artificiales

Repasados los ases de la película, queda dar cuenta de por qué no sale una mano perfecta, qué gadgets mal lanzados impiden a El caballero oscuro convertirse en una película mayor. El flirteo constante con la pretenciosidad y, sobre todo, la hipertrofia de la amenaza del mal, del caos, de la omnipresencia y poder omnímodo del villano, atenúan la calidad global del filme. ¿Cómo un hombre es capaz de montar semejantes operaciones?, ¿cómo infiltra secuaces en cada rincón y estrato social de Gotham? Uno puede pasar por encima de esas licencias del guión, pero el cúmulo de pequeños agujeros en la construcción de la historia acaba dejando un sabor demasiado ácido. Además, las víctimas -el número de muertes es continuo- policiales, civiles y colaterales nunca son responsabilidad de Batman, y se impone alguna concesión para satisfacer el paladar de happy ending del gran público, como la resolución de la secuencia de los dos barcos, espléndidamente planteada como un potentísimo dilema moral y rematada en falso.

Por otra parte, el tour de force trepidante en el que se convierte la película en su última hora empacha. Un decathlon frenético de persecuciones, carreras en moto, explosiones, saltos entre edificios, asaltos de bull dogs y peleas entre balazos para sostener la dialéctica Bien VS Mal –incluido el sacrificio climático (¿y cristiano?) de Batman-, arropada con armas de destrucción masiva en ambos bandos. El Joker sembrando el terror cada vez a mayor escala en Gotham City, y Batman adentrándose cada vez más con el lado oscuro para intentar frenarle. Hay un abuso evidente de la pirotecnia, y cierta rimbombancia reiterativa en el contenido filosófico de la historia.

Así que, mirado en su conjunto, el perfecto andamiaje construido por Nolan no deja de desprender cierta impostura. La acción-locomotora en continuo in crescendo y la densidad de las subtramas provocan una bulimia visual que perjudica el resultado final. La unión entre el puro entretenimiento del cómic/ciencia ficción y la profunda disertación sobre el orden enfrentado al caos a veces no encaja con suavidad. El Joker todo lo puede, Batman todo lo puede. A uno le es difícil aislarse de la inverosimilitud de ambos poderes, y se le dejan preguntas sin resolver en la cabeza. ¿Y si el hombre enmascarado fuese más lejos en su abuso de autoridad y llegase al asesinato? Y si, sobre todo, ¿la incapacidad de Batman de retirarse de su profesión nocturna y de imponer la ley del talión fuese el mayor obstáculo de la ciudad? Aunque, pensándolo bien, eso sería otra película…

Un resumen de las críticas al filme en Estados Unidos

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