viernes, 22 de agosto de 2008

La guerra contra el terrorismo, con antifaz




Justo después del regreso de vacaciones y el día de su puesta de largo en Alemania, acudí fervoroso al estreno de El caballero oscuro. El filme llegaba a Europa envuelto en su aerodinámica capa negra, planeando con exuberancia. La crítica en Estados Unidos había sido excelente y la recaudación arrolladora. Sin tener en cuenta los ajustes en el precio de las entradas por la inflación, la nueva entrega del hombre murciélago, que creara por los cincuenta el dibujante Bob Kane, se ha situado la segunda en la lista de las películas más taquilleras en la historia de EEUU, sólo superada por la empalagosa Titanic. El hecho de que este bodrio edulcorado y apelmazado sea la obra cinematográfica que más millones de dólares haya ingresado –unos dos mil en todo el mundo- ya me hizo perder la fe en el ser humano hace tiempo. Este Batman, en cambio, asegura el entretenimiento y toca los resortes de la reflexión.

Retomando al justiciero de Gotham City, confieso que me abalancé sobre la butaca, ansioso por ver la elogiada propuesta de Chistopher Nolan. Dado su previsible e impactante poderío visual, no haberla visto en una sala de cine hubiese sido un pecado equiparable a sabotear el montaje de El cuarto Mandamiento, de Orson Welles, o permitir dirigir una película a Emilio Aragón. Ciento cincuenta minutos después de la aventuras del caballero del antifaz, con las explosiones aún retumbando en mi cabeza, me preguntaba, ¿es Batman realmente esa maravilla?, ¿la película destinada a revolucionar la acción-ficción como lo fue The Matrix en los noventa? La respuesta es sí, pero no. No, pero sí. Brillante por momentos e inflamada de pirotecnia en otros. Inquietante en su retrato de la maldad bizarra, y arriesgada en plantear interrogantes de la sociedad post 11-S, pero denudada en algunos puntos de su arbolada trama.


La teoría del caos

Nolan ha intentado aquí dar un segundo impulso inmenso al triple salto que comenzó con Batman begins. La vieja pretensión de insuflar densidad dramática, profundidad psicológica y huella intelectual a un cómic llevado a la gran pantalla. En el territorio frontalmente opuesto a adaptaciones atmósfera-literales como Sin City o 300, el Batman de Nolan busca ahondar en la oscuridad del personaje y multiplicar la complejidad de las tramas. Si en la versión de 2005 el filme gravitaba alrededor de las fobias, el miedo y el alma atormentada del hombre murciélago de Gotham, en esta continuación, que arranca casi donde terminó la otra, la reflexión se torna casi metafísica. ¿Tiene sentido la justicia bienintencionada, pero enmascarada y al margen de la ley? ¿Hasta qué punto el mundo no está gobernado por el caos y cualquier intento de asentar un orden deviene en la creación de nuevas e incontrolables aristas? ¿Está la sociedad destinada a autodestruirse rehén de su agresivo egocentrismo? Y Nolan responde a sus interrogantes con un humanismo bastante pesimista.


El caballero oscuro penetra y se encharca en las alcantarillas del estado, discurriendo sobre la línea hermafrodita que no separa al terrorismo del ejercicio del poder desde las cloacas. Y lo hace trazando un indisimulado paralelismo con el cambio social experimentado desde el advenimiento de la llamada guerra contra el terrorismo, tras los atentados del World Trade Center en Nueva York en 2001.

A saber: el secuestro extrajudicial en un país extranjero del hampón de guante blanco, que controla la caja del crimen en Gotham –en una escena pareciera sacada de Misión Imposible-; el avión cárcel en el que es extraditado a las bravas; el interrogatorio-tortura al Joker (recordando los métodos utilizados por la CIA y aprobados por la Administración Bush); el hospital volando por los aires y las imágenes al más puro estilo 11-S de Batman sobre las ruinas; la amoral escucha de las conversaciones vía móvil de cualquier ciudadano, y, siempre de fondo, el miedo al terror que se incuba en la sociedad, que constriñe, que permite la cesión de derechos civiles fundamentales y el sacrificio de inocentes en aras de un supuesto bien mayor: la seguridad colectiva.


Joker, el crimen sin red

También juegan a favor del filme el humor negro que acompaña las maquinaciones del Joker y el acierto de dibujar un Gotham cercano, con una puesta en escena sobria, que bien podría ser el Nueva York o Chicago de hoy día, alejado por completo –y era necesario si se quería hacer una revisión del personaje- del barniz gótico que recubría la ciudad de Tim Burton. Junto a su ambiciosa carga de profundidad intelectual, la película tiene fogonazos sobresalientes, todos alrededor de Heath Ledger y su esquizofrénica composición del personaje del Joker, una suerte de clon neocontemporáneo y potenciado del Alex DeLarge, de La naranja mecánica, y , más reciente, del Tyler Durden -Brad Pitt- de El club de la lucha. O, citando al crítico de El País Jordi Costa, “una revisión apocalíptica de El doctor Mabuse". En la estupenda secuencia inicial, con un plano general que recuerda al arranque de Psicosis y un posterior atraco a un banco modelo Heat, queda reflejado de forma sobresaliente el código, o mejor dicho, la arbitrariedad homicida del Joker, un terrorista anarco-esteta del mal, refinado e ininteligible, que ejecuta sus crímenes entre arrebatos de salvajismo primario.

La creación de Ledger transmite una instensidad perturbadora, a la que contribuye su ausencia total de valores, que le hace imprevisible. “¿Cómo voy a querer matarte? Yo sin ti no existiría”, le dice a Batman. Aquí no hay pasado del personaje, justificación alguna, motivación de lo que hace. Se atisba una infancia traumática en algunas de las parrafadas del siniestro bufón, pero bien podrían ser juegos de naipes. Danzando alrededor del actor australiano, un reparto coral en notable equilibrio, con un esplendido fiscal del distrito -Harvey Dent-, al que da vida Aaron Eckhart, y un Christian Bale sin alardes pero correcto. Eso sí, falla la endeblez –tradicional en el cine de Christopher Nolan- del único personaje femenino, la normalmente magnífica Maggie Gyllenhaal, que no transmite nada de ese dolor que le tendría que suponer la elección entre Bruce Wayne y Harvey Dent, y existe un ligero solapamiento entre los personajes de Michael Caine (el mayordomo Alfred) y Morgan Freeman (Lucius Fox, el ético jefe de la empresa de Wayne).


Ya se han escrito toneladas de papel reclamando el Oscar póstumo para Heath Ledger, glorificando su interpretación como el villano más antológico de la historia. Uno que es muy clásico diría que no resiste comparación alguna con el Michael Corleone de El Padrino 2 –la maldad más absoluta proviene de aquellos que son como nosotros- y, si se trata de comparar con la ristra de villanos-ficción, nada como una buena respiración sonido efisema pulmonar de Darth Vader. “Lo más difícil en la interpretación es hacer de Jack Lemmon”, señaló clarividente Billy Wilder. Es decir, hacer el papel de un tipo normal, con sus filias y fobias larvadas, como el acobardado oficinista de El apartamento. Pero al fabuloso Jack le dieron el Oscar por hacer de alcohólico en Días de vino y rosas, y a Ledger se lo darán por este papel en el que pareciera que mimetiza –física e interpretativamente- al Marlon Brando de El último tango en París.


Exceso de fuegos artificiales

Repasados los ases de la película, queda dar cuenta de por qué no sale una mano perfecta, qué gadgets mal lanzados impiden a El caballero oscuro convertirse en una película mayor. El flirteo constante con la pretenciosidad y, sobre todo, la hipertrofia de la amenaza del mal, del caos, de la omnipresencia y poder omnímodo del villano, atenúan la calidad global del filme. ¿Cómo un hombre es capaz de montar semejantes operaciones?, ¿cómo infiltra secuaces en cada rincón y estrato social de Gotham? Uno puede pasar por encima de esas licencias del guión, pero el cúmulo de pequeños agujeros en la construcción de la historia acaba dejando un sabor demasiado ácido. Además, las víctimas -el número de muertes es continuo- policiales, civiles y colaterales nunca son responsabilidad de Batman, y se impone alguna concesión para satisfacer el paladar de happy ending del gran público, como la resolución de la secuencia de los dos barcos, espléndidamente planteada como un potentísimo dilema moral y rematada en falso.

Por otra parte, el tour de force trepidante en el que se convierte la película en su última hora empacha. Un decathlon frenético de persecuciones, carreras en moto, explosiones, saltos entre edificios, asaltos de bull dogs y peleas entre balazos para sostener la dialéctica Bien VS Mal –incluido el sacrificio climático (¿y cristiano?) de Batman-, arropada con armas de destrucción masiva en ambos bandos. El Joker sembrando el terror cada vez a mayor escala en Gotham City, y Batman adentrándose cada vez más con el lado oscuro para intentar frenarle. Hay un abuso evidente de la pirotecnia, y cierta rimbombancia reiterativa en el contenido filosófico de la historia.

Así que, mirado en su conjunto, el perfecto andamiaje construido por Nolan no deja de desprender cierta impostura. La acción-locomotora en continuo in crescendo y la densidad de las subtramas provocan una bulimia visual que perjudica el resultado final. La unión entre el puro entretenimiento del cómic/ciencia ficción y la profunda disertación sobre el orden enfrentado al caos a veces no encaja con suavidad. El Joker todo lo puede, Batman todo lo puede. A uno le es difícil aislarse de la inverosimilitud de ambos poderes, y se le dejan preguntas sin resolver en la cabeza. ¿Y si el hombre enmascarado fuese más lejos en su abuso de autoridad y llegase al asesinato? Y si, sobre todo, ¿la incapacidad de Batman de retirarse de su profesión nocturna y de imponer la ley del talión fuese el mayor obstáculo de la ciudad? Aunque, pensándolo bien, eso sería otra película…

Un resumen de las críticas al filme en Estados Unidos

miércoles, 16 de julio de 2008

El toque Lubitsch, el acento Wilder



William Wyler a Billy Wilder en el entierro de Ernst Lubitsch: "Qué pena, no más Lubitsch". Billy Wilder: "La pena es que no habrá más películas de Lubitsch"

Un domingo de profunda resaca se combate mejor con la ayuda del cine. Y uno de los genéricos más eficaces para recuperar mínimos es un judío berlinés con un toque muy especial, Ernst Lubitsch. Descubrir hace un par de días La octava mujer de Barbazul fue una auténtica gozada. Un delicioso tour de force entre Gary Cooper y Claudette Colbert a través de la intuitiva cámara del director de la comedia sofisticada, de la ironía, de la sugerencia, de la insinuación... Un director con una mirada afilada e inteligente, retratista con su pincel mordaz y siempre elegante del pacato código de valores social de la época. Un cineasta fluido, de una frescura atronadora, dueño de un ritmo musical, suavemente vivaz, maestro en el juego de las elipsis y de los diálogos de doble sentido, cuyo genio hizo támden con el de Billy Wilder en La octava mujer de Barbazul (1938).


"Sabe, si uno pudiera escribir el toque Lubitsch, seguiría existiendo, pero se llevó el secreto consigo a la tumba. Es como el arte chino del soplado del vidrio; ya no existe. De vez en cuando, busco un giro elegante y me digo: '¿Cómo lo habría hecho Lubitsch?' Y se me ocurre algo, y se parece a Lubitsch, pero no es Lubitsch. Ya no existe". En el libro Ernst Lubitsch: Laughing in Paradise, de Scott Eyman, Billy Wilder resume los elogios que siempre dedicó a su maestro. De hecho, este otro brillante judío al que el monstruo nazi que despertaba hizo emigrar a Hollywood, siempre tuvo colgado un cartel en su despacho que decía: "Piensa antes en cómo lo haría Lubitsch". "Comprendió enseguida que si uno dice dos más dos, el público no necesita que le digan cuatro", cita con sencillez Wilder en sus Conversaciones... junto a Cameron Crowe.


La admiración recíproca entre ambos comenzó en La octava mujer de Barbazul, su primera
colaboración. En la película, un millonario arrogante y mujeriego, que ha tenido siete esposas, se prenda de la hija de un noble en bancarrota. Ella, a instancias de su padre, decide aceptar la proposición de matrimonio del presuntuoso empresario, pero le deja claro que sólo por su dinero. La sensibilidad cómica del dúo Wilder-Charlie Brackett encajó como un guante con la pulida elegancia sugestiva de Lubitsch. El film, "una película menor" para Lubitsch, es sabroso en su abanico de matices, sabiamente sembrados a lo largo de su aparienia de comedia menor. No tiene la fama de Ninotchka (1939) –"La Garbo, ríe", fue el fabuloso eslogan publicitario en su estreno-, el juego perfecto y armonioso del enredo que es Un ladrón en la alcoba (1932), la hilaridad de La viuda alegre (1934), el hondo romanticismo de El bazar de las sorpresas (1940) o la asombrosa combinación de comedia y apuntes dramáticos de la obra maestra Ser o no ser (1942). Quizá lo que tiene es un poquito de todas estas virtudes, sazonadas por supuesto con el atrevido toque Lubitsch y el acento con tilde sarcástica de Wilder.


Porque en La octava mujer de Barbazul se aprecia la doble, triple lectura de esos puzles maravillosos en forma de guión que escribía Billy Wilder. La película habla en su primera capa de barniz de la guerra de sexos. En su segunda, del conflicto cultural entre los emergentes Estados Unidos y la anquilosada Europa. Un tema que Wilder tecleaba a las mil maravillas: "¡Llevo menos de una hora en Berlín Oeste y ya debo miles de dólares!", se queja el ex comunista Otto en Un, dos, tres. "Bienvenido al capitalismo", le contesta su futuro suegro James Cagney, cabeza de la Coca Cola en Berlín. En tercera instancia, La octava... azota a la nobleza sin blanca que se alía a los nuevos ricos (Gatopardo dime tú...), un matrimonio de conveniencia ejemplificado en la genial metáfora de una bañera Luis XIV, en la que Cooper (y, por ende, los inmodestos EEUU) se mete y acaba partiéndola en dos. Y es que Wilder y Lubitsch se carcajean tanto de la arrogancia americana como de la grandeur venida a menos y el cinismo europeo. El film aborda también la sumisión social al dinero: los dependientes de la tienda, el lacayo-empleado-jeta -que borda David Niven-, capaz de nadar hasta una plataforma en medio del mar para preguntarle a Cooper cómo quiere rematar una carta ("¿Saludos o atentamente?") . Y por eso se explica tan bien que el impertinente Cooper no deje de perseguir a la Colbert. "¡Cumple tu contrato!", le grita sobre el matrimonio no consumado. El dinero, en fin, no lo puede todo.


Nada mejor que la secuencia inicial, ideada por Wilder, pulida por Lubitsch, para mostrar la pegada inteligente del film. Michael Brandon (Gary Cooper, el hombre que nunca sabía qué hacer con las manos, según el crítico Carlos Pumares) acude a una tienda de la Riviera francesa a comprar un pijama. El spoberbio yanqui se empeña en que le vendan sólo la parte de arriba del conjunto, porque asegura que el 90% de los hombres duerme sin la de abajo. Los atolondrados empleados no saben qué hacer: esa petición no viene en el libro de reglas (pragmatismo gringo, exceso de reflexión europeo). Piso a piso, escalera a escalera, jefe a jefe, la duda llega hasta la planta noble del edificio, donde descansa el gran jefazo. En un (otro más) guiño fantástico, el jefazo sale de la cama para contestar el teléfono. Dice que eso es imposible, que de ninguna manera, que posiblemente conduciría a la anarquía porque otros clientes podrían empezar a pedir lo mismo. Entonces, el plano de la cámara se abre para verle sólo con la parte de arriba del pijama. El caudal de la hermosa secuencia finaliza con el encuentro entre Cooper y Nicole de Loiselle (Claudette Colbert), que compra la parte de abajo del mismo pijama, dividiendo el precio de la pieza entera entre los dos. Una parte de abajo muy grande, para un hombre de 1.90, que pica el orgullo y la curiosidad de Cooper, y pone el anzuelo para el resto de la película.

Un placer para la vista esta octava mujer de Barbazul, y un gustoso aperitivo para recuperar en los próximos días más dedos del toque Lubitsch y dar al play mientras se nos dibuja una sonrisa maliciosa. Quizá imaginando la deliciosa amoralidad del gran director, al que en Hollywood se conocía como rey de la comedia sofisticada, pero también príncipe del casting coach: "Si quieres este papel, pasa por favor a mi despacho...". Uno de los grandes de la historia del séptimo arte, que fiel a su naturaleza, como el escorpión, murió de un infarto en el diván de su despacho, mientras se lo montaba con una nueva candidata a actriz.

Caricatura de Ernst Lubitsch del artista Al Hirschfeld, sacada del libro Hirschfeld's Hollywood

jueves, 3 de julio de 2008

El mejor lugar para cometer un crimen



El camino nos llevó a un invernadero y el mayordomo abrió la puerta y se hizo a un lado. Esta daba a una especie de corto vestíbulo, tan cálido como un horno mantenido con rescoldo. Mi acompañante me siguió, cerro la puerta exterior, abrió otra interior y pasamos por ella. Aquí hacía realmente calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor, y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso, irreal, como la luz filtrada a través del depósito de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque, con desagradables hojas carnosas y tallos como los dedos de cadáveres recién lavados...

El sueño eterno, Raymond Chandler

El titiritero que mueve los hilos de nuestro deambular terrícola –llámese Jesús, Alá, Buda, energía cósmica, Hakuna Matata, Bokonón, el señor de la casualidad o el Monstruo Volador de Espagueti, me inclino por este último- lanzó el taco en mi cabeza hace unas semanas y consiguió una carambola a tres bandas. Respondiendo a los aullidos de mi compañera vital, fuimos a visitar el jardín botánico de Múnich, donde pasamos una relajada tarde en verde, alejados del malvado influjo de la cerveza.

Junto a los preciosos jardines en color panorámico, de flores cuyo nombre desconozco, la verdadera corriente eléctrica que me movió el piso, como dice los hermanos de la pampa, fue el recorrido por los invernaderos. Siempre me ha parecido fascinante esa atmósfera densamente seductora, la dialéctica de una naturaleza exuberante enclaustrada en un edificio, los estrechos pasillos, el agua estancada, la sensación de viajar a un continente diferente con el olor de una espesa planta, con el roce de un helecho descomunal…

Borracho de dióxido de carbono, me puse a imaginar las inmensas posibilidades cinematográficas de este particular hábitat, y mi memoria enseguida fue polinizada por el cínico, intuitivo, duro e irónico Humphrey "Philip Marlowe" Bogart, entrando a un invernadero que huele a crimen, donde le espera en silla de ruedas el general Sternwood, en la magistral El sueño eterno.

- ¿Le gustan las orquídeas?
- No demasiado –contesté.
El general entornó los ojos.
-Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta.

¡Fum! El diálogo-bala del gran Raymond Chandler envuelto entre plantas que tosen, entre flores con el color en blanco y negro de la roja sangre… Un mundo esponjoso sobre el que descansa un arco tenso de palabras que se deshacen en la boca, que uno puede paladear y disfrutar de su sabor: el dulce néctar, los filamentos orgullosamente erguidos, el hermoso cáliz, el estigma pegajoso que recoge el polen…

En procesión de 35 mm, y junto a ese sueño eterno que nos alcanzará a todos, llegaron pidiendo paso Jack Lemon y Lee Remick, sedientos de whisky por los suelos de un invernadero en Días de vino y rosas. Después, Tom Cruise, picado por una planta venenosa, asumiendo la cuenta atrás de su vida, mientras la viejecita a la que ha acudido desesperado cuida meticulosamente sus plantas y le relata cómo se irá paralizando su cuerpo… Otra vez la muerte cercando el invernadero, esparcida cual tibio aspersor, en esta joya de la ciencia ficción que es Minority Report (¿Podemos elegir realmente en la vida?, grita la espléndida idea control de la película). Y, como no, las vainas aterradoras de La invasión de los ladrones de cuerpos, abriéndose en el invernadero para dejar paso a las réplicas alien de los personajes…


La suerte de compartir vida junto a una hermosa devoradora de literatura es que, cuando menos te lo esperas, las maravillas se abren ante los ojos, y las asociaciones de ideas refrescan el aplomado cerebro. Tan sólo unos días después de la visita reveladora a los invernaderos y cuando todavía tenía el CO2 haciéndome cosquillas en la sangre, llegó a mis manos el libro Arcadia todas las noches, de Guillermo Cabrera Infante, quien ya me había hecho gozar con su Cine o sardina.
El escritor locuaz, el gran fan del cine, el malabarista de los juegos de palabras, el niño que hace plastilina con el lenguaje, se zambulle en Arcadia... en sus grandes mitos, por supuesto comenzando con el monumento Orson Welles, para luego asistir de puntillas a los asesinatos de Hitchcock y tomar de postre la poderosísima narración-acción de Howard Hawks. En ese capítulo dedicado al director que hizo obras maestras en cada género, Cabrera Infante cita algunos pasajes de El sueño eterno, justamente los que se me aparecieron a fogonazos en el jardín botánico.

Se levantó lentamente y vino hacia mí moviéndose toda. Llevaba un vestido negro mate. Sus muslos eran largos y andaba con un vaivén que no había visto nunca en una librería.

Dos líneas. 30 palabras. Ya sabes qué mujer habita y no habita en la tienda. Ya sabes adonde conduce ese vaivén. La descripción certera, directa, seca, despojada del artificio. Una prosa intensa, con textura, rugosa si se quiere, como aparece en la descripción del invernadero. Y, cuando se acerca al humor cáustico, como en este travelling descripción de la dependienta de la librería, un estilo “refinado y tan embriagador como el cognac-champagne”, citando a Cabrera Infante. La novela negra en todo su esplendor a través de la máquina de escribir del alcoholizado Raymond Chandler, a quien me descubrió mi gran pana Julián Santana. El genio de Un largo adiós, de Adiós, muñeca, de La mujer del lago, que comenzó a escribir de verdad a los cincuenta años, cumbre junto al más colorido Dashiell Hammett de un género injustamente infravalorado.


Plantas encerradas, crímenes, Chandler y cine, todo junto y asfixiantemente adictivo. Que hermosos los invernaderos, y qué escenario tan acolchado e inquietante para juguetear con el crimen en la gran pantalla.

Fotos Jardín Botánico de Múnich: Claudia Hernández

martes, 17 de junio de 2008

Lee dispara a Harry Callahan


Hollywood anda revuelto. Un negro critica a un blanco y éste le manda "cerrar la boca". Hay una fisura en el reino de lo políticamente correcto porque el resbaladizo tótem del racismo ha sido profanado. El mega respetado Clint Eastwood, alabado por crítica y público, ha sido cazado en la trinchera por las afiladas balas del francotirador Spike Lee. El director neoyorkino clama al cielo porque "no sale un solo afroamericano" en la doble entrega de Eastwood sobre la Segunda Guerra Mundial: Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima. Pasada la tempestad de los primeros exabruptos entre ambos, Os Bobolongos se pone la toga de juez y aprovecha para preguntarse quién tiene razón. Como todos sabemos que la verdad absoluta no la puede esgrimir nadie, el veredicto es contradictorio e iconoclasta: el cine de Clint es magistral y no margina a ninguna raza, pero sus palabras fuera del plató, sí.

En un lado del cuadrilátero está Clint Eastwood, alias el clasicómano, el Jinete Pálido, érase un actor en un tiempo pretérito a una Magnum pegada y el hombre que encontró el amor en Los puentes de Madison. En la otra esquina, Spike Lee, alias lengua eléctrica, Malcom 35mm, sexto hombre de los Knicks y conciencia negra del gremio cinematográfico. "Un tipo cómo él debería cerrar la bocaza", lanza en jab Clint desde las páginas de The Guardian. "Para empezar, él no es mi padre y ya no estamos en una plantación de algodón. Vamos, Clint. Suenas como un hombre viejo y cabreado", responde de uppercut Lee.

La disputa entre los dos cinegoastas parece que viene de lejos. "Ya se estaba quejando cuando filmé Bird en 1988. Decía, ¿por qué un chico blanco haría una película cómo ésta? Pues bien, fui el único tipo que la hice, esa es la razón. Él podría haberse adelantado y hacerla, pero creo que estaba ocupado en otras cosas", recuerda Harry Callahan. La Fiebre salvaje de Spike prefiere obviar ahora esa pequeña obra maestra de su antagónico, repleta del color negro del sublime jazz de Charlie Parker, y centrarse en la visión te americano eastwoodiana de la II Guerra Mundial. "Hubo muchos afroamericanos veteranos de la guerra que se disgustaron al comprobar que no aparecía un sólo afroamericano en Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima. Ésa fue la versión de Clint: el soldado negro no existió. Yo tengo una versión diferente“, raja Lee.

Efectivamente, Spike tiene una versión diferente que, curiosamente, está cerca de su estreno: Miracle at St. Anna, en español algo así como Batalla a muerte en la colina de los caucásicos, imaginando los inescrutables designios de la traducción en su distribución cinematográfica en Iberia. Durante su visita al reciente festival de Cannes, aprovechó para promocionar la citada película, que aborda la lucha de una divisón comopuesta en su totalidad por soldados afroamericanos, la División 92 Búfalo, que se desplegó en Italia. Dado que Cartas desde Iwo Jima se centra casi todo el tiempo en la visión del soldado japonés, Spike Lee critica sobre todo la monocorde palidez de Banderas de nuestro padres: "Alguien le advirtió a Eastwood de la ausencia de negros en su film cuando todavía podía haberla corregido y no quiso hacerlo. Pregúntenle por qué".

"¿Pero ha estudiado alguna vez historia?", brama Sin perdón Clint. "Él dice que había un pequeño destacamento de tropas negras como parte de una compañía de municiones, pero ninguno de ellos izó la bandera, y la película trata sobre esa famosa foto. Si hubiese puesto algún afroamericano ahí, la gente me habría dicho que perdí la cabeza, porque no sería una recreación fiel y exacta. ¿Qué quiere que haga? ¿Un anuncio publicitario en pro de la igualdad de oportunidades? Yo no juego a eso, sino que hago una lectura histórica. Cuando hago una película en la que debe haber un 90% de negros como en Bird, utilizó un 90% de negros". Sin embargo, al parecer, Spike es un erudito de la historia. "Si quiere, puedo reunir a los afroamericanos que lucharon en Iwo Jima y decirle que no significaron nada, que nunca existieron. No me estoy inventando esto. Conozco la historia, soy un estudiante de historia. Y sé la historia de Hollywod y su omisión continua del millón de hombres y mujeres afroamericanos que constribuyeron a la victoria en la Segunda Guerra Mundial“.

La clave para está en esa útima afirmacion de Lee, en el término de "contribuir" en vez de "luchar". Porque, de los 250.000 soldados aliados en primera línea de batalla en el Pacífico, el número de afroamericanos fue, según las cuentas de Wikipedia, de unos 700, la mayoría en labores de apoyo (cocineros, conductores, etc), aunque una parte de ellos sí que se jugó la vida en las islas. Dado el racismo imperante en Estados Unidos en esa época, eran segregados y casi nunca fueron integrados en unidades de combate con blancos. Eso sí, hubo unas pocas unidades formadas exclusivamente por negros que, como contará la película de Lee, lucharon de forma regular en Italia y, en momentos críticos como la batalla de Las Ardenas, mano a mano con los blancos.

Así que, históricamente, los argumentos de Eastwood parecen funcionar. No tiene ningún Plan Oculto xenófobo. Porque si se examina su trayectoria como director, parace también una boutade acusar al viejo Clint de racista. Aparte de Bird, en su cine han aprecido últimamente personajes negros y écticamente superdotados: el amigo cuya muerte desencadena la venganza de Eastwood en Sin perdón y el entrenador asistente en Million dollar baby, ambos interpretados por Morgan Freeman. Y, en el horizonte, The Human factor, donde abordará los primeros años de la presidencia de Nelson Mandela en Suráfrica. Al currículum del director californiano hay que sumar la propensión de terremoto Spike a prender mechas y cuestionar las vacas sagradas del séptimo arte, espíritu por otra parte muy saludable. Como muestra, la andanada que dedicó hace unos años al cronista mayor de La Gran manzana, Woody Allen: "Ha hecho veinte películas y yo nunca he leído por qué no ha incluido jamás a gente de color en sus películas".

Pero, aún absolviendo de racismo subliminal al señor Eastwood, al mandar a callar a su colega de profesión utilizando el más puro estilo zafio-Borbónico, la bandera de su razón queda agujereada. La frase "un tipo como él debería cerrar la boca" suena demasiado rancia y reaccionaria, como cuando aseguró que mataría a Michael Moore si se metiese sin permiso en su casa para manipular su imagen, como hizo entrando en el hogar de Charlton Heston para Bowling for Columbine. Cuidado, Clint, deja enfundada la Magnum de Harry Callahan y sigue con la cámara de National Geographic de Robert Kincaid.

miércoles, 21 de mayo de 2008

George Bailey cumple 100 años


"Yo no interpreto, reacciono"

El martes 20 de mayo James Stewart hubiera cumplido cien años. La dupla Bobolonga que oficia este cronosinclástico hábitat comparte admiración, recuerdos emocionados y debilidad por este legendario actor, fallecido por una embolia pulmonar en 1997. Larguirucho, de maneras elegantes y tranquilas, y con una suave y pausada forma de hablar, Stewart nunca fue el galán estereotipo de Hollywood, pero su discreta –sólo en apariencia- presencia recorre decenas de obras maestras durante la era dorada de la industria.

“Soy un hombre inarticulado, que se expresa con dificultad, y que siempre lo está intentando. Realmente no tengo todas las respuestas, pero, por alguna razón, lo consigo”. ¿Dónde está el clic que convierte a los buenos actores en mitos? En Stewart, los extremos apenas se transitaban. Su magnetismo no procedía del impacto físico ni del culto al Actor’s Studio ni del marketing de los grandes estudios. Sin embargo, su capacidad para transmitir, para caminar sobre la empatía del espectador era y es poderosísima. Escondido bajo una pátina comedida y reflexiva, el actor racionaba los escapes emocionales, por eso cuando llegaban agarraban por el pescuezo y ponían un nudo en la garganta. Le bastaba el prodigioso arco de matices de su mirada, de sus gestos, y la frase entrecortada, a medio camino del atrevimiento, para hacernos creer a pies juntillas en el personaje.

Personajes casi siempre honestos, desinteresados e idealistas, líderes improbables de la comunidad, tipos corrientes lanzados de súbito a una crisis de la que emergían con heroicidad. Para mí, James Stewart remite irremediablemente a Frank Capra, el cineasta del new deal Roosvealtiano, el director del voluntarismo cinematográfico, del patriotismo y de la elevación del ser humano y los valores americanos por encima de todos los males. Un pianista de las emociones humanas, denostado por cierta crítica que se pone los guantes de lycra para ver un film, que analiza cada historia en función de su visión ideológica. Sí, en los filmes de Capra siempre había final feliz, existían héroes de inquebrantable bondad y el egoísmo era derrotado, pero su vigencia sigue siendo extraordinaria.

Y sí, James Stewart, el hombre, no el actor, era un tipo ideológicamente muy pero que muy a la derecha del partido republicano, de por sí ya muy pero que muy a la derecha. Un fundamentalista al lado de los inquisidores en la oscura etapa del maccarthysmo, defensor de los argumentos ultra de su amigo del alma John Wayne, resonante voz en las sendas campañas presidenciales de Richard Watergate Nixon, adalid de las políticas Reagan y fustigador de los chavales que protestaban contra Vietnan ("Los odio, ¡son una pandilla de cobardes!") Qué más da. El juicio moral no viene preescrito en este post.


Como el cine está hecho del material del que se construyen los sueños, anoche hice un ejercicio de Stewartismo. Cerré los ojos y vi a George Bailey corriendo por el pueblo nevado de Bedford Falls, saludando a voz en grito a todos sus paisanos, con la euforia recobrada de Qué bello es vivir. Recosté la cabeza en el sofá y dibujé al senador –por accidente- Smith en el alegato de filibusterismo más hermoso de la historia del cine, hablando hasta la extenuación en el Congreso estadounidense para evitar la aprobación de una ley injusta y corrupta. Una batalla perdida que ganaba un Caballero sin espada. Seguí soñando y las imágenes aparecían en forma de espiral, en un beso de Scottie que daba Vértigo, girando una y otra vez sobre los labios de Kim Novak. Al parpadear y mirar en la distancia, imaginé luego un telescopio parapetado en una Ventana indiscreta, y el ojo azul clarividente de L.B. Jeffries, que adivinaba un crimen en el edifico de enfrente.

Más tarde apoyé la cabeza en el respaldo de un asiento de un tren, y observé a Ransom Stoddard, sentado con cargo de conciencia junto al ataúd de John Wayne, El hombre que (realmente) mató a Liberty Valance. Después cambié el tren por el avión, y al pasar de refilón por la cabina del piloto, me pareció atisbar las manos largas de Charles Lindbergh, en la ruta destino a la historia a bordo de El espíritu de San Luis. Llegué al aeropuerto y entré en una tienda, donde descubrí a Alfred Kralik mirando de reojo y con timidez a su enemiga dependienta, amada epistolar por descubrir en El bazar de las sorpresas. En un momento de eléctrica plenitud, me tiré de espaldas a la piscina y, en el vuelo aéreo, mientras cortaba el aire con dos tirabuzones y medio, se me cruzó la sonrisa burlona de Tony Kirby, pensando aquello de Vive como quieras, al contemplar a su ricachón y amargado padre dando vueltas sobre los hombros del ex campeón de lucha grecorromana Kolenkhov.

Por la noche, me puse un sombrero antiguo y bajé las escaleras en busca de Tierras lejanas, deseando compartir viaje con el ganado de Jeff Webster en medio del salvaje Oeste. Ya nada me podía parar, y tras bailar alrededor de los ojos de mi chica durante toda la noche, me dio por subirla en mis brazos para entrar en casa. Al cruzar la puerta, casi tropiezo con la melena pelirroja con olor a gin tonic de Katharine Hepburn, a hombros del periodista de alta sociedad Macaulay Connor, vértice del triángulo delicioso y sofisticado de Historias de Filadelfia. El día acabó a lo grande, con un aplauso ininterrumpido de 15 minutos, que inmediatamente mis tímpanos conectaron a una noche de 1985 en el Kodak Theater de Los Ángeles, donde la comunidad del cine rendía homenaje a James Stewart con un Oscar honorífico.


"Soy James Stewart interpretando a James Stewart. Podría echarlo a perder buscando otras caracterizaciones. Simplemente interpreto variaciones de mí mismo”.
Con eso nos bastó a todos, y con eso entró para siempre en el Olimpo del séptimo arte. Gracias por los grandes momentos. Happy Birhtday, Jimmy!

viernes, 9 de mayo de 2008

Fatih Akim, pulmón del cine europeo



Fatih Akin, uno de las miradas más interesantes del cine europeo actual, conseguía a finales de abril el Lola de Oro -el equivalente al premio Goya español- a la mejor película alemana de 2007 por su obra Auf der anderen Seite (Al otro lado). El filme explora las relaciones entre Oriente y Occidente a través de las historias de seis personas cuyas vidas se entrecruzan por el azar. El director germano de origen turco ganaba también el galardón a la mejor dirección, al mejor montaje y al mejor guión. Desde este camping hippy rotulado Os Bobolongos celebramos la acertada elección de Akim, porque su cine vigoroso, honesto y a pie de asfalto nos hace extender el corazón en 35 milímetros.

El talento visual de Akim para narrar historias eléctricas, pobladas de personajes tan perdidos como creíbles y cercanos, sobresale a lo largo de su carrera: desde el canto a la amistad y el retrato de la juventud inmigrante de Corto e indoloro, pasando por el amor desgarrado en forma de puñetazo de Contra la pared, hasta el mágico viaje en pentagrama a Estambul, la ciudad de los tres nombres, en Cruzando el Puente. Os dejo con un sabroso perfil de este fantástico director que le dedicó hace unos días el blog amigo La inquieta mirada. ¡A comer palomitas -sin hacer ruido- y a disfrutarlo!

sábado, 26 de abril de 2008

Sabes más el diablo por viejo que por diablo


Billy Wilder se paso las dos últimas décadas de su vida (murió en 2002 y su último filme fue Aquí un amigo, de 1981) atado en el sillón de su despacho, bajo su cartel más querido –Piensa antes en cómo lo haría Lubitsch-, esperando que le dejasen dirigir de nuevo. En el esplendido libro Conversaciones con Billy Wilder, del también cineasta Cameron Crowe, el incomparable Wilder repasa su tortuosa colaboración con otro genio mayor de la escritura, Raymond Chandler, en el guión de Perdición. El trabajo mano a mano entre el director austriaco y un Chandler de 62 años, ya absolutamente alcoholizado, fue un terremoto continuo que acabó en un enfrentamiento público entre ambos.

Con su afilado sarcasmo, Wilder recoge en el libro de Crowe aquella relación: "Con el tiempo, la ira se disipa, se diluye. Uno se olvida. No puedo perdonar a Hitler, pero claro que puedo perdonar a Chandler. Es otra cosa... aunque... Chandler tenía un poco de Hitler". Lo cierto es que, a pesar de la guerra civil entre ambos, de la tempestad nació la obra maestra, y la pareja dio forma a Perdición, para muchos una de las obras centrales del film noir, un prodigio de perfección estructural, estilítica y de dirección.
"La mejor película hecha jamás", según un tal Woody Allen. "Chandler no quería saber nada de la estructura de un guión cinematográfico. Era un desastre para ello. Pero era un genio para los diálogos y las frases potentes (No hay nada más vacío que una piscina vacía)", es como Wilder describe la fórmula química que hizo resplandecer el guión.

La referencia a Billy Wilder nos acerca a la razón original de este post, la película Antes que el diablo sepa que has muerto, de Sidney Lumet, uno de los últimos directores clásicos vivos, que corrobora con su vigorosa cámara que sabes más el diablo por viejo que por diablo. A Wilder, como decíamos, y a pesar de su absoluta lucidez, se le tuvo en barbecho los últimos 21 años de su vida por miedo a que fuese incapaz de terminar un nuevo rodaje. Afortunadamente, a sus 83 años, a Lumet aún se le permite seguir haciendo hoy lo que mejor sabe: dirigir estupendos thrillers. Y su última obra le vuelve a emparentar con Wilder ya que, sin llegar a la perfección del maestro austriaco, Antes de que el diablo sepas que has muerto conjuga la cuadratura soñada que todo buen noir debe exhibir: estructura, ritmo, diálogos directos y giros inesperados.

La película es cine negro en estado puro, un thriller de ritmo apabullante e hipnótico. La tensión va in crescendo como una locomotora de alta velocidad, al igual que la sensación de asfixia alrededor de los personajes, que se va cerrando como la niebla del Londres de la época victoriana y Jack el Destripador. Foi de primera envuelto en un montaje implacable, de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, ese rompecabezas cronológico mil veces utilizado desde que Quentin Tarantino lo volviese a poner de moda con Reservoir Dogs, el Rashomon de los noventa, y Pulp fiction.

Una historia de pobres diablos pusilánimes con la palabra fracaso escrita en su futuro, tipos encorsetados con un diablo dentro que ansían el crimen perfecto y padres secos como un pozo de agua esquilmado. Una escalada de perversa e inepta aptitud criminal, que desemboca en una melodramática tragedia familiar contemporánea, en la que quién más daño te puede hacer es aquel a quién tienes más cerca: el ribete shakesperiano trágico y fatalista en la relación del padre con sus dos hijos.

El reparto protagonista lo borda, así que sería un crimen visionar esta joya en su versión doblada. Philip Seymour Hoffman, actor del año para este Bobolongo por su fantásticas interpretaciones en The Savages y La guerra de Charlie Wilson, y Ethan Hawke, sorpresa agradable del filme, clavando su personaje de perdedor, son los hermanos Andy y Hank Hanson, uno el alpha (Hoffman) y el otro el beta (Hawke).


La recuperada Marisa Tomei , la femme –que no fatale, a pesar de su adulterio- de la historia, es Gina, casada con Andy (Hoffman). Su papel de esposa insatisfecha sexualmente quizá sea el personaje más desdibujado de la película, aunque tiene tiempo para regalar el mejor desnudo femenino del 2007, según el diario sensacionalista The Sun. El cuarteto principal lo cierra el grandísimo Albert Finney, que agarra la película en su último tramo para dominarla con sequedad, dolor y brutal corazón de hielo. También hay una ventana para Amy Ryan, la madre drogata e irresponsable de la notable Gone, baby gone, del sorpresón Ben Affleck (¿será al final más que una cara de palo?). Ryan interpreta aquí el papel de la tercera hermana Hanson, la única normal de los tres.


Además del reparto en estado de gracia, el carbón que mueve la caldera de la película es un guión preciso como un reloj suizo, contundente, fluido y con vueltas de tuerca inesperadas, que contiene señales de que estamos ante un escritor con un futuro poderoso, el debutante Kelly Masterson (también autor teatral). Un guión, por cierto, escrito en 1999 que ahora por fin ha visto la luz, y que ha permitido a Masterson abandonar su trabajo en un banco y dedicarse a su sueño de escribir. Una fantasía muy recurrente que esta vez se ha hecho realidad.

Acudiendo a las enseñanzas del maestro William Goldman en su obra de cabecera para cualquier amante del cine, Las aventuras de un guionista en Hollywood, hay que ser muy bueno para poner en los labios de un actor, no ya secundario sino terciario, la mejor frase o revelación con mayor carga de profundidad del filme. Goldman, padre de fabulosos guiones como los de Todos los hombres del presidente, Dos hombres y un destino, Misery o La princesa prometida, entre decenas de otros, cita a Joseph L. Mankiewicz y su guión de La princesa descalza, con Humphrey Bogart y Ava Gadner.

En la película, Bogart es un director de élite y Gadner la nueva sex-symbol del cine, pero sin ninguna relación sexual entre ellos, porque Boggie se enamora y se casa con una script. Esta script, con apenas unas líneas en toda la historia, es la que dice la frase más memorable del filme. Bogart juega al backgammon con su esposa en un casino. Gadner está en frente. De repente irrumpe una rubia borracha que se empieza a meter con Ava, celosa de su éxito y misteriosa vida sexual. Le pregunta con quién se acuesta. Se arma una bronca y llega la frase-torpedo: "Lo que ella tiene, no podrías ni deletrearlo, y lo que tú tienes, solías tenerlo...". ¡¡Buum!! Mastica eso. Golpe certero y brillante, sólo que quien lo dice no es la superestrella Bogart, sino su mujer, apenas una sombra en la película.

Pues bien, Kelly Masterson repite atrevimiento, salvando las distancias de calidad respecto a Mankiewicz, claro está. Masterson pone en los labios de un personaje terciario, un repulsivo prestamista de joyas judío, la revelación clave de la película y la frase más destructiva sobre la familia que desencadena la venganza del padre. Otra señal de magisterío de guión es la escena inicial, sexo sin inhibiciones entre Andy (Hoffman) y su mujer Gina (Tomei), a simple vista, una escena gratuita. Nada más lejos de la realidad. Un mandamiento del cine clásico es conseguir en el comienzo de una película definir a un personaje, al protagonista, si puede ser. En apenas unos minutos, saber de qué pie cojea el tipo.

¿Por qué abrir la historia así? Porque, aparte de sus viajes con jeringuilla, es el único momento del filme donde Andy ríe, es feliz, está relajado, sin ninguna responsabilidad... Y donde le vemos mirarse en el espejo mientras folla, orgulloso, arrogante... Sólo hay sitio para "yo" en su cabeza... "yo, yo, yo", como demuestra también en la conversación post coito con su mujer. Así traza Lumet las líneas gruesas de Andy, un tipo obsesionado consigo mismo, deseoso de evadirse de la realidad, de echar a la basura su encorsetamiento -es también el único momento donde su pelo no está engominado-, de vivir una libertad a la que no se atrave a saltar.

Como también, nada más comenzar la película, entendemos la bajeza moral a la que ha llegado el personaje de Paul Newman en Veredicto final, obra maestra de Lumet, cuando el actor acude a un velatorio, haciéndose pasar por amigo del muerto, y le entrega una tarjeta de abogado a la viuda, por si ésta quiere reclamar indemnización al tratarse de un accidente. La viuda le echa a patadas por ser tan rastrero y el devenir amoral del personaje del mito Newman queda definido en tres minutos. Volviendo al guión de Masterson, vale la pena destacar también la escena anterior al robo, de un patetismo cómico excelente, con el tembloroso Hawke disfrazado con una peluca y bigotes de bufón, y el matón preparándose para su momento poniendo heavy metal en el coche: "Right now, I got to get into character“ (Ahora me tengo que meter en el personaje).

Pero el circo no encandila sin un maestro de ceremonias que mueva los hilos con acierto, y en este caso Sidney Lumet toca las teclas como Chick Corea el piano. Joder qué bueno es. Un director capaz de hacer que un armario empotrado del calibre de Vin Diesel pareza un actor (Find Me Guilty) es casi sobrenatural. Sabio en sus decisiones pre rodaje -convirtio la relación de amistad de Andy y Hank del guión original en una filial y borró el hijo del matrimonio Andy-Gina que figuraba en el texto-, Lumet mantiene su pulso férreo durante toda la narración, alimenta la tensión paulatinamente y equilibra con brillantez los momentos de fuerza de cada personaje. Nominado cuatro veces para el Oscar como mejor director -12 hombres sin piedad, Tarde de perros, Network y la citada Veredicto final- y una como mejor guionista -El príncipe de la ciudad- , Lumet demuestra que la Acamedia se equivocó al entregarle el Oscar honorífico a toda su carrera en 2006: le queda cuerda para rato.

Dos de las biblias de la crítica en la red, Rotten tomatoes y Metacritic le otorgan a la película porcentajes cercanos al 90%. Robert Ebert, uno de los críticos más prestigiosos desde su atalaya del Chicago Sun Times, le da cuatro estrellas y califica a Lumet de "tesoro viviente". Richard Schickel, en la revista Time, coloca al filme el tercero en su lista de mejores películas de 2007. La taquilla, por el contrario, ha sido tacaña con la magnífica obra, 17,5 millones de dólares recaudados en todo el mundo por el momento.

Entrevista a Sidney Lumet (en inglés)

Si quieres bucear, la lista de imdb con más de cien críticas en la red


Sinopsis oficial del filme (yo que tú no la leía...)

Desesperados por conseguir dinero fácil, dos hermanos de clase burguesa, Andy, (Philip Seymour Hoffman), un ambicioso hombre de negocios casado con una mujer florero y adicto a la heroína, y Hank (Ethan Hawke), cuyo sueldo se va casi íntegramente en pagar la pensión de su ex mujer y su hijo, conspiran para llevar a cabo el atraco perfecto: atracar la joyería de sus padres en Wetchester, Nueva York.
Nada de pistolas, nada de violencia, y nada de problemas. Pero cuando su cómplice decide no cumplir las reglas del juego, las cosas no salen como ambos se esperaban.

martes, 15 de abril de 2008

'Hotel Terminus': la ruta de las ratas



En la memoria colectiva de la Humanidad hay mucho rastro de sangre y atrocidades, pero quizá ningún otro acontecimiento como la Segunda Guerra Mundial ha resumido de forma más cruel hasta qué punto de barbarie el ser humano es capaz de llegar. Como está contando con sabiduría la otra mitad Os Bobolonga en su brillante serie El siglo XX europeo: historia de la hipocresía, muchos de los lodos actuales vienen de aquellos barros: la conculcación del derecho internacional, la ocupación palestina, el poder –blando y duro-de Estados Unidos, la nula capacidad europea de acción común...

Especialmente abrasiva es al cuestión del Holocausto judío. Cómo pudo llegar a suceder, cuántos ciudadanos -no sólo de Alemania- lo sabían, qué países fueron cómplices, hasta dónde llegaba –y llega- el antisemitismo en aquella Europa o hasta qué punto se han depurado responsabilidades son sólo agunas de las preguntas que acechan la ambivalente conciencia del Viejo Continente. Para su respuesta es aconsejable añadir a la lectura de la historia escrita por los vencedores la alimentación a través de otras fuentes, textos y crónicas. Visiones perpendiculares y con muchas más aristas que la línea oficial, como el impresionante documental que está en el origen de este post: Hotel Terminus.


El paso del tiempo, el derrumbamiento de la Unión Soviética, el advenimiento de la sociedad feliz consumista y la memoria Memento de gran parte de la opinión pública va arrinconando aquellos hechos de La Gran Guerra a un cuarto oscuro, pero, de vez en cuando, suceden casualidades del destino que le sacan a uno de la atonía y le hacen recordar las palabras del hombre de las mil citas, Winston Churchill: Aquellos pueblos que no conocen su historia, están condenados a repetirla. La película Hotel Terminus, Leben und Zeit von Klaus Barbie (Marcel Ophüls, 1988) ha sido, en ese sentido, un chasquido brutalmente revelador para mí.


Cocinado por mi amada Claudia, habíamos preparado un delicioso menú gourmet fílmico para la tarde del domingo. Aún con la visita fresca en la memoria a König Platz, Carolinen Platz y Maximilian Strasse –área vertebral donde se concentraron los lugares de culto del nazismo en Múnich-, nos dispusimos a visionar la citada Hotel Terminus, considerada en diversas guías cinematográficas el mejor documental del siglo XX -con la aprehensión que estos latiguillos me suelen provocar- y Los falsificadores. Ésta última es un filme austríaco ganador del Oscar 2008 a la mejor película de habla no inglesa, que narra la odisea de un talentoso grupo de judíos que, para sobrevivir en un campo de concentración, falsifican libras y dólares para los alemanes. Una obra de buen ritmo y factura
, pero a años luz de la increíble dimensión de su compañera de sesión doble.

Hotel Terminus se proyecta sobre la macabra figura de Klaus Barbie, carnicero de la Gestapo en el área de Lyon y responsable de torturas, asesinatos y deportaciones de hombres y niños judíos a los campos de exterminio. Según Wikipedia, se le acredita a él o a sus colaboradores el envío a campos de concentración de 7.500 personas, 4.432 asesinatos y el arresto y tortura de 14.311 combatientes de la Resistencia francesa. Pues bien, la película se asoma como premisa a este criminal atroz, a través de cientos de entrevistas por medio mundo, pero su profundidad produce un eco infinito de mensajes sobre el papel jugado por las potencias ganadoras de la guerra, la conciencia de la ciudadanía francesa, el papel y verdadero valor de la mediática Resistencia y la podredumbe miserable de la real politik mundial.

Klaus Barbi, de oficial de la Gestapo
y en el juicio posterior


El filme avanza como un lúcido cometa, descubriendo nidos de serpiente y ramificándose en inesperadas reve
laciones que llaman a la puerta de la conciencia. Por la cámara de Ophüls pasan víctimas y verdugos, ciudadanos de a pie, fiscales, cazadores de nazis, nostálgicos hitlerianos y, sobre todo, gentes que decidieron mirar a otro lado. "Ya sé, usted me va a decir que... Mire, yo no sabía nada. Además, esas cosas pasaron hace más de cuarenta años, no se puede remover el pasado así" es la letanía que se repite, de inquietante parecido a la que braman los antirevisionistas del franquismo. La justicia, que no la venganza, enterrada en aras de la tranquilidad de conciencia.

Concentración nazi en Nuremberg en 1934

A través del sobrecogedor sendero por el que nos guían las pesquisas de Ophls, el espectador aprende, entre otras enseñanzas, que los crímenes a los judíos siempre tienen una pena menor, que Estados Unidos protegió a la bestia Barbie, que la llamada ruta de las ratas que mandaba nazis a Suramérica contaba con la inestimable ayuda de miembros de la curia Vaticana o que los nazis jugaron un papel importante entre bastidores en los golpes militares en el continente americano en la década de los sesenta, setenta y ochenta.

Hotel Terminus –cuyo título recoge el nombre del hotel donde Barbie y sus carniceros torturaban a la gente- nos descubre como el asesino fue fichado por los servicios secretos estadounidenses nada más terminar la guerra para reforzar su equipo de contraespionaje, cuando ya se fijaba el objetivo en el nuevo gran enemigo, la Unión Soviética, en el amanecer de La guerra fría. Las virtudes de Barbie interrogando y sus contactos en el Este fueron los argumentos para su fichaje. Al igual que para el programa espacial de la NASA reciclaran a Wernher von Braun –creador de las destructivas bombas V-2 en los estertores de la guerra, construidas con las sangre de miles de esclavos muertos-, los estadounidenses usaron con profusión a Barbie para la guerra en las cloacas del estado. Una utilización de criminales confesos que también les iguala a los soviéticos en ese periodo.


Hotel Terminus
pone el dedo en la llaga del fin justifica los medios que abrazó el Go
bierno Eisenhower y la Alemania de la postguerra, decidiendo hacer tabla rasa con los criminales nazis bajo el paraguas rotulado: "Todos recibíamos órdenes" (en la RFA no se juzó a nadie por crímenes nazis). Mientras, en Francia, la estrategia fue la hipérbole del elogio a la Resistencia, el entierro de los delitos de lesa humanidad del régimen colaboracionista de Vichy y juntar todas las atrocidades bajo la denominación más comprensible de crímenes de guerra.

Concentración de apoyo al régimen de Vichy (1944)

El filme contiene momentos de meteoritíco impacto por su espontaneidad. Como, por ejemplo, cuando el director acompaña a una de las pocas niñas judías –ahora mujer- superviviente de las razzias nazis. La mujer visita la casa donde residía con su familia de pequeña, en el pueblo de Izieu, lugar del que Barbie arrancó a 44 críos para enviarlos a las cámaras de gas. Allí, junto al portal de su antiguo hogar, la mujer judía entabla conversación con una anciana asomada a un balcón. La vecina se deshace en frases cariñosas hacia la antigua inquilina, y añade profundas lamentaciones por la muerte de su familia en la guerra. "Me acuerdo perfectamente que usted no hizo nada cuando vinieron a por nosotros. Se dio la vuelta y se encerró en su casa“, le contesta la mujer judía. La palidez de la anciana y la vergüenza interior casi se pueden palpar desde el otro lado de la pantalla.

Otro momento tremendo son las patéticas palabras del propio Klaus Barbie, retenido por fin en Bolivia en un furgón, camino del avión que le llevaría a Francia para su juicio. Una captura después de más de dos décadas viviendo con todas las prevendas en suelo boliviano y haciendo las veces de muñidor de golpes de estado e, incluso, de mano entre las sombras que ayudó a dar caza y muerte al Ché Guevara en 1967, como relataba el prestigioso diario The Guardian en 2007.

Pasaporte boliviano de Barbie


Pero si la fuerza reveladora de la película jamás pierde fuelle, la vuelta de tuerca final quizá sea aún más apabullante y, al mismo tiempo, desoladora. El juicio a Barbie, que comenzó en 1987 en Lyon, se convierte a través de la incisiva cámara de Ophüls en un patético teatro de impostura y enjuague político. Con las preguntas del director alemán descubrimos que Jacques Vergès, el prestigioso abogado de Barbie, estaba financiado por un oligarca suizo filonazi cuya filantropía también regaba las operaciones terroristas de diversas facciones palestinas. Es así como extrema derecha y extrema izquierda se tocan, se abrazan y se meten la lengua hasta el fondo, mostrando el delirio al que conduce todo fanatismo.


Una sucia verdad que se intuye entre las bocanadas al Havano que da el abogado Vergès, un siniestro personaje que desprende tanta inteligencia como inquietud, y que pareciera salido de la mente laberíntica del incomparable Orson Welles. Vergès, abogado de luchadores del Frente de Liberación Argelino, que sufrieron las torturas de la policía secreta francesa durante la colonización, explica entre silencios su paso al lado oscuro y argumenta la defensa de Barbie en el sacrosanto derecho a la preescripción de los crímenes. Además, aduce, las acciones del carnicero de Lyon no fueron más terribles que las de cualquier colonialista en cualquier parte del mundo, incluyendo a los franceses, quienes nunca fueron perseguidos. Y es así como árabes, asiáticos y negros, víctimas históricas de numerosas matanzas, suben al estrado para convertirse en los mejores apóstoles de la defensa de Barbie. Una esquizofrénica paradoja que resume el periodista Alain Finkielkraut a la salida del juicio: "Si en 1945, justo al acabar la guerra, le dicen a alguien que, en treinta años, las razas sub-humanas [en concepción Hitleriana] serían los defensores de un asesino y torturador nazi nadie lo hubiera creído".
Jacques Vergès, abogado de Barbie


Pero si apesta el conglomerado que se aglutina para defender a Barbie, insoportable es el hedor que deja la conclusión final del documental. Ophüls, una vez más, vuelve a mostrar en primer plano el rostro sudoroso de una persona que miente, esta vez nada menos que el Fiscal principal, Pierre Truche, encargado de llevar el peso de la acusacion contra Barbie en el juicio. El director germano le pregunta el por qué de no llamar a declarar a testigos que desvelaban la connivencia de colaboracionistas franceses en la delación de los niños judíos. El fiscal aduce la falta de credibilidad de estos testimonios. Pero, en paralelo, la cámara vuela a uno de esos campesinos que fue testigo de la deportación. Y uno desde el primer momento sabe quién miente de los dos, quién no suda al hablar, quién habla con la tranquilidad de la conciencia limpia y de no tratar de ganar nada en el empeño. El ya anciano campesino, en su modestísima cocina, desvela cómo un paisano francés del pueblo delató en 1945 a los niños, y la posterior captura de los críos por parte de Barbie, inlcuidos culetazos en la cabeza y golpes en la barriga a los infantes. Y el amciano lo relata con la microscópica memoria de esos viejos que recuerdan la caída de una hoja hace 50 años y se olvidan de las cosas que pasan hace dos días.

Marcel Ophüls


Y es que la decisión de la Fiscalía francesa de hacer un totum revolutum con los asesinatos de miembros de la Resistencia francesa y el genocidio de los judíos mitigaba las responsabilidades históricas de la República de la Liberté, égalité, fraternité. En realidad, Barbie es condenado por matar juntos al más carismático líder de la Resistencia jamás atrapado -Jean Boulin- y a unos niños judíos. Así todos se consideran víctimas. Pero la realidad es mucho menos sencilla. Boulin, como demuestran los testimonios recogidos por Ophüls, fue cazado por una traición, fruto de las intrigas de una Resistencia carcomida por las lucha intestinas entre monárquicos, socialistas y comunistas, y cuyo peaje en vidas fue absolutamente incomparable con la tragedia del pueblo judío. Pero al meter a todos en un saco, Francia evitaba de alguna forma mirar al desnudo su conciencia, hacer un examen real de su mayoritaria ayuda a los ocupantes nazis y ocultar las firmas de sus dirigentes en muchos documentos de deportación de decenas de miles de judíos a los campos de la muerte.
Ciudadanos alemanes, obligados a ver
cadáveres de judíos tras la guerra


Una revisión del pasado que, afortunadamente, ha ido llegando en Francia lenta pero inexorablemente en los últimos veinte años. Tan necesaria como la eterna memoria del genocidio judío y la rebelión inmediata contra los más pequeños brotes de xenofobia para evitar más Ruandas o Yugoslavias, o por lo menos impedir que sucedan con nuestra omisión de conciencia.

Gracias, señor Öphuls, por su servicio a la ciudadanía.

Para una excelente recopilación de lo que fue el juicio a Klaus Barbie y las implicaciones del caso s epuede visitar (artículos sólo en inglés): http://members.aol.com/voyl/barbie/barbie.htm