jueves, 3 de julio de 2008

El mejor lugar para cometer un crimen



El camino nos llevó a un invernadero y el mayordomo abrió la puerta y se hizo a un lado. Esta daba a una especie de corto vestíbulo, tan cálido como un horno mantenido con rescoldo. Mi acompañante me siguió, cerro la puerta exterior, abrió otra interior y pasamos por ella. Aquí hacía realmente calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor, y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso, irreal, como la luz filtrada a través del depósito de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque, con desagradables hojas carnosas y tallos como los dedos de cadáveres recién lavados...

El sueño eterno, Raymond Chandler

El titiritero que mueve los hilos de nuestro deambular terrícola –llámese Jesús, Alá, Buda, energía cósmica, Hakuna Matata, Bokonón, el señor de la casualidad o el Monstruo Volador de Espagueti, me inclino por este último- lanzó el taco en mi cabeza hace unas semanas y consiguió una carambola a tres bandas. Respondiendo a los aullidos de mi compañera vital, fuimos a visitar el jardín botánico de Múnich, donde pasamos una relajada tarde en verde, alejados del malvado influjo de la cerveza.

Junto a los preciosos jardines en color panorámico, de flores cuyo nombre desconozco, la verdadera corriente eléctrica que me movió el piso, como dice los hermanos de la pampa, fue el recorrido por los invernaderos. Siempre me ha parecido fascinante esa atmósfera densamente seductora, la dialéctica de una naturaleza exuberante enclaustrada en un edificio, los estrechos pasillos, el agua estancada, la sensación de viajar a un continente diferente con el olor de una espesa planta, con el roce de un helecho descomunal…

Borracho de dióxido de carbono, me puse a imaginar las inmensas posibilidades cinematográficas de este particular hábitat, y mi memoria enseguida fue polinizada por el cínico, intuitivo, duro e irónico Humphrey "Philip Marlowe" Bogart, entrando a un invernadero que huele a crimen, donde le espera en silla de ruedas el general Sternwood, en la magistral El sueño eterno.

- ¿Le gustan las orquídeas?
- No demasiado –contesté.
El general entornó los ojos.
-Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta.

¡Fum! El diálogo-bala del gran Raymond Chandler envuelto entre plantas que tosen, entre flores con el color en blanco y negro de la roja sangre… Un mundo esponjoso sobre el que descansa un arco tenso de palabras que se deshacen en la boca, que uno puede paladear y disfrutar de su sabor: el dulce néctar, los filamentos orgullosamente erguidos, el hermoso cáliz, el estigma pegajoso que recoge el polen…

En procesión de 35 mm, y junto a ese sueño eterno que nos alcanzará a todos, llegaron pidiendo paso Jack Lemon y Lee Remick, sedientos de whisky por los suelos de un invernadero en Días de vino y rosas. Después, Tom Cruise, picado por una planta venenosa, asumiendo la cuenta atrás de su vida, mientras la viejecita a la que ha acudido desesperado cuida meticulosamente sus plantas y le relata cómo se irá paralizando su cuerpo… Otra vez la muerte cercando el invernadero, esparcida cual tibio aspersor, en esta joya de la ciencia ficción que es Minority Report (¿Podemos elegir realmente en la vida?, grita la espléndida idea control de la película). Y, como no, las vainas aterradoras de La invasión de los ladrones de cuerpos, abriéndose en el invernadero para dejar paso a las réplicas alien de los personajes…


La suerte de compartir vida junto a una hermosa devoradora de literatura es que, cuando menos te lo esperas, las maravillas se abren ante los ojos, y las asociaciones de ideas refrescan el aplomado cerebro. Tan sólo unos días después de la visita reveladora a los invernaderos y cuando todavía tenía el CO2 haciéndome cosquillas en la sangre, llegó a mis manos el libro Arcadia todas las noches, de Guillermo Cabrera Infante, quien ya me había hecho gozar con su Cine o sardina.
El escritor locuaz, el gran fan del cine, el malabarista de los juegos de palabras, el niño que hace plastilina con el lenguaje, se zambulle en Arcadia... en sus grandes mitos, por supuesto comenzando con el monumento Orson Welles, para luego asistir de puntillas a los asesinatos de Hitchcock y tomar de postre la poderosísima narración-acción de Howard Hawks. En ese capítulo dedicado al director que hizo obras maestras en cada género, Cabrera Infante cita algunos pasajes de El sueño eterno, justamente los que se me aparecieron a fogonazos en el jardín botánico.

Se levantó lentamente y vino hacia mí moviéndose toda. Llevaba un vestido negro mate. Sus muslos eran largos y andaba con un vaivén que no había visto nunca en una librería.

Dos líneas. 30 palabras. Ya sabes qué mujer habita y no habita en la tienda. Ya sabes adonde conduce ese vaivén. La descripción certera, directa, seca, despojada del artificio. Una prosa intensa, con textura, rugosa si se quiere, como aparece en la descripción del invernadero. Y, cuando se acerca al humor cáustico, como en este travelling descripción de la dependienta de la librería, un estilo “refinado y tan embriagador como el cognac-champagne”, citando a Cabrera Infante. La novela negra en todo su esplendor a través de la máquina de escribir del alcoholizado Raymond Chandler, a quien me descubrió mi gran pana Julián Santana. El genio de Un largo adiós, de Adiós, muñeca, de La mujer del lago, que comenzó a escribir de verdad a los cincuenta años, cumbre junto al más colorido Dashiell Hammett de un género injustamente infravalorado.


Plantas encerradas, crímenes, Chandler y cine, todo junto y asfixiantemente adictivo. Que hermosos los invernaderos, y qué escenario tan acolchado e inquietante para juguetear con el crimen en la gran pantalla.

Fotos Jardín Botánico de Múnich: Claudia Hernández

No hay comentarios: