El camino nos llevó a un invernadero y el mayordomo abrió la puerta y se hizo a un lado. Esta daba a una especie de corto vestíbulo, tan cálido como un horno mantenido con rescoldo. Mi acompañante me siguió, cerro la puerta exterior, abrió otra interior y pasamos por ella. Aquí hacía realmente calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor, y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso, irreal, como la luz filtrada a través del depósito de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque, con desagradables hojas carnosas y tallos como los dedos de cadáveres recién lavados...
El sueño eterno, Raymond Chandler
Junto a los preciosos jardines en color panorámico, de flores cuyo nombre desconozco, la verdadera corriente eléctrica que me movió el piso, como dice los hermanos de la pampa, fue el recorrido por los invernaderos. Siempre me ha parecido fascinante esa atmósfera densamente seductora, la dialéctica de una naturaleza exuberante enclaustrada en un edificio, los estrechos pasillos, el agua estancada, la sensación de viajar a un continente diferente con el olor de una espesa planta, con el roce de un helecho descomunal…
- No demasiado –contesté.
El general entornó los ojos.
-Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta.
¡Fum! El diálogo-bala del gran Raymond Chandler envuelto entre plantas que tosen, entre flores con el color en blanco y negro de la roja sangre… Un mundo esponjoso sobre el que descansa un arco tenso de palabras que se deshacen en la boca, que uno puede paladear y disfrutar de su sabor: el dulce néctar, los filamentos orgullosamente erguidos, el hermoso cáliz, el estigma pegajoso que recoge el polen…
En procesión de 35 mm, y junto a ese sueño eterno que nos alcanzará a todos, llegaron pidiendo paso Jack Lemon y Lee Remick, sedientos de whisky por los suelos de un invernadero en Días de vino y rosas. Después, Tom Cruise, picado por una planta venenosa, asumiendo la cuenta atrás de su vida, mientras la viejecita a la que ha acudido desesperado cuida meticulosamente sus plantas y le relata cómo se irá paralizando su cuerpo… Otra vez la muerte cercando el invernadero, esparcida cual tibio aspersor, en esta joya de la ciencia ficción que es Minority Report (¿Podemos elegir realmente en la vida?, grita la espléndida idea control de la película). Y, como no, las vainas aterradoras de La invasión de los ladrones de cuerpos, abriéndose en el invernadero para dejar paso a las réplicas alien de los personajes…
La suerte de compartir vida junto a una hermosa devoradora de literatura es que, cuando menos te lo esperas, las maravillas se abren ante los ojos, y las asociaciones de ideas refrescan el aplomado cerebro. Tan sólo unos días después de la visita reveladora a los invernaderos y cuando todavía tenía el CO2 haciéndome cosquillas en la sangre, llegó a mis manos el libro Arcadia todas las noches, de Guillermo Cabrera Infante, quien ya me había hecho gozar con su Cine o sardina.
El escritor locuaz, el gran fan del cine, el malabarista de los juegos de palabras, el niño que hace plastilina con el lenguaje, se zambulle en Arcadia... en sus grandes mitos, por supuesto comenzando con el monumento Orson Welles, para luego asistir de puntillas a los asesinatos de Hitchcock y tomar de postre la poderosísima narración-acción de Howard Hawks. En ese capítulo dedicado al director que hizo obras maestras en cada género, Cabrera Infante cita algunos pasajes de El sueño eterno, justamente los que se me aparecieron a fogonazos en el jardín botánico.
Plantas encerradas, crímenes, Chandler y cine, todo junto y asfixiantemente adictivo. Que hermosos los invernaderos, y qué escenario tan acolchado e inquietante para juguetear con el crimen en la gran pantalla.
Fotos Jardín Botánico de Múnich: Claudia Hernández
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