miércoles, 16 de julio de 2008

El toque Lubitsch, el acento Wilder



William Wyler a Billy Wilder en el entierro de Ernst Lubitsch: "Qué pena, no más Lubitsch". Billy Wilder: "La pena es que no habrá más películas de Lubitsch"

Un domingo de profunda resaca se combate mejor con la ayuda del cine. Y uno de los genéricos más eficaces para recuperar mínimos es un judío berlinés con un toque muy especial, Ernst Lubitsch. Descubrir hace un par de días La octava mujer de Barbazul fue una auténtica gozada. Un delicioso tour de force entre Gary Cooper y Claudette Colbert a través de la intuitiva cámara del director de la comedia sofisticada, de la ironía, de la sugerencia, de la insinuación... Un director con una mirada afilada e inteligente, retratista con su pincel mordaz y siempre elegante del pacato código de valores social de la época. Un cineasta fluido, de una frescura atronadora, dueño de un ritmo musical, suavemente vivaz, maestro en el juego de las elipsis y de los diálogos de doble sentido, cuyo genio hizo támden con el de Billy Wilder en La octava mujer de Barbazul (1938).


"Sabe, si uno pudiera escribir el toque Lubitsch, seguiría existiendo, pero se llevó el secreto consigo a la tumba. Es como el arte chino del soplado del vidrio; ya no existe. De vez en cuando, busco un giro elegante y me digo: '¿Cómo lo habría hecho Lubitsch?' Y se me ocurre algo, y se parece a Lubitsch, pero no es Lubitsch. Ya no existe". En el libro Ernst Lubitsch: Laughing in Paradise, de Scott Eyman, Billy Wilder resume los elogios que siempre dedicó a su maestro. De hecho, este otro brillante judío al que el monstruo nazi que despertaba hizo emigrar a Hollywood, siempre tuvo colgado un cartel en su despacho que decía: "Piensa antes en cómo lo haría Lubitsch". "Comprendió enseguida que si uno dice dos más dos, el público no necesita que le digan cuatro", cita con sencillez Wilder en sus Conversaciones... junto a Cameron Crowe.


La admiración recíproca entre ambos comenzó en La octava mujer de Barbazul, su primera
colaboración. En la película, un millonario arrogante y mujeriego, que ha tenido siete esposas, se prenda de la hija de un noble en bancarrota. Ella, a instancias de su padre, decide aceptar la proposición de matrimonio del presuntuoso empresario, pero le deja claro que sólo por su dinero. La sensibilidad cómica del dúo Wilder-Charlie Brackett encajó como un guante con la pulida elegancia sugestiva de Lubitsch. El film, "una película menor" para Lubitsch, es sabroso en su abanico de matices, sabiamente sembrados a lo largo de su aparienia de comedia menor. No tiene la fama de Ninotchka (1939) –"La Garbo, ríe", fue el fabuloso eslogan publicitario en su estreno-, el juego perfecto y armonioso del enredo que es Un ladrón en la alcoba (1932), la hilaridad de La viuda alegre (1934), el hondo romanticismo de El bazar de las sorpresas (1940) o la asombrosa combinación de comedia y apuntes dramáticos de la obra maestra Ser o no ser (1942). Quizá lo que tiene es un poquito de todas estas virtudes, sazonadas por supuesto con el atrevido toque Lubitsch y el acento con tilde sarcástica de Wilder.


Porque en La octava mujer de Barbazul se aprecia la doble, triple lectura de esos puzles maravillosos en forma de guión que escribía Billy Wilder. La película habla en su primera capa de barniz de la guerra de sexos. En su segunda, del conflicto cultural entre los emergentes Estados Unidos y la anquilosada Europa. Un tema que Wilder tecleaba a las mil maravillas: "¡Llevo menos de una hora en Berlín Oeste y ya debo miles de dólares!", se queja el ex comunista Otto en Un, dos, tres. "Bienvenido al capitalismo", le contesta su futuro suegro James Cagney, cabeza de la Coca Cola en Berlín. En tercera instancia, La octava... azota a la nobleza sin blanca que se alía a los nuevos ricos (Gatopardo dime tú...), un matrimonio de conveniencia ejemplificado en la genial metáfora de una bañera Luis XIV, en la que Cooper (y, por ende, los inmodestos EEUU) se mete y acaba partiéndola en dos. Y es que Wilder y Lubitsch se carcajean tanto de la arrogancia americana como de la grandeur venida a menos y el cinismo europeo. El film aborda también la sumisión social al dinero: los dependientes de la tienda, el lacayo-empleado-jeta -que borda David Niven-, capaz de nadar hasta una plataforma en medio del mar para preguntarle a Cooper cómo quiere rematar una carta ("¿Saludos o atentamente?") . Y por eso se explica tan bien que el impertinente Cooper no deje de perseguir a la Colbert. "¡Cumple tu contrato!", le grita sobre el matrimonio no consumado. El dinero, en fin, no lo puede todo.


Nada mejor que la secuencia inicial, ideada por Wilder, pulida por Lubitsch, para mostrar la pegada inteligente del film. Michael Brandon (Gary Cooper, el hombre que nunca sabía qué hacer con las manos, según el crítico Carlos Pumares) acude a una tienda de la Riviera francesa a comprar un pijama. El spoberbio yanqui se empeña en que le vendan sólo la parte de arriba del conjunto, porque asegura que el 90% de los hombres duerme sin la de abajo. Los atolondrados empleados no saben qué hacer: esa petición no viene en el libro de reglas (pragmatismo gringo, exceso de reflexión europeo). Piso a piso, escalera a escalera, jefe a jefe, la duda llega hasta la planta noble del edificio, donde descansa el gran jefazo. En un (otro más) guiño fantástico, el jefazo sale de la cama para contestar el teléfono. Dice que eso es imposible, que de ninguna manera, que posiblemente conduciría a la anarquía porque otros clientes podrían empezar a pedir lo mismo. Entonces, el plano de la cámara se abre para verle sólo con la parte de arriba del pijama. El caudal de la hermosa secuencia finaliza con el encuentro entre Cooper y Nicole de Loiselle (Claudette Colbert), que compra la parte de abajo del mismo pijama, dividiendo el precio de la pieza entera entre los dos. Una parte de abajo muy grande, para un hombre de 1.90, que pica el orgullo y la curiosidad de Cooper, y pone el anzuelo para el resto de la película.

Un placer para la vista esta octava mujer de Barbazul, y un gustoso aperitivo para recuperar en los próximos días más dedos del toque Lubitsch y dar al play mientras se nos dibuja una sonrisa maliciosa. Quizá imaginando la deliciosa amoralidad del gran director, al que en Hollywood se conocía como rey de la comedia sofisticada, pero también príncipe del casting coach: "Si quieres este papel, pasa por favor a mi despacho...". Uno de los grandes de la historia del séptimo arte, que fiel a su naturaleza, como el escorpión, murió de un infarto en el diván de su despacho, mientras se lo montaba con una nueva candidata a actriz.

Caricatura de Ernst Lubitsch del artista Al Hirschfeld, sacada del libro Hirschfeld's Hollywood

jueves, 3 de julio de 2008

El mejor lugar para cometer un crimen



El camino nos llevó a un invernadero y el mayordomo abrió la puerta y se hizo a un lado. Esta daba a una especie de corto vestíbulo, tan cálido como un horno mantenido con rescoldo. Mi acompañante me siguió, cerro la puerta exterior, abrió otra interior y pasamos por ella. Aquí hacía realmente calor. El aire era espeso, húmedo, cargado de vapor, y grandes gotas de agua salpicaban las plantas. La luz tenía un color verdoso, irreal, como la luz filtrada a través del depósito de un acuario. Las plantas llenaban el lugar formando un bosque, con desagradables hojas carnosas y tallos como los dedos de cadáveres recién lavados...

El sueño eterno, Raymond Chandler

El titiritero que mueve los hilos de nuestro deambular terrícola –llámese Jesús, Alá, Buda, energía cósmica, Hakuna Matata, Bokonón, el señor de la casualidad o el Monstruo Volador de Espagueti, me inclino por este último- lanzó el taco en mi cabeza hace unas semanas y consiguió una carambola a tres bandas. Respondiendo a los aullidos de mi compañera vital, fuimos a visitar el jardín botánico de Múnich, donde pasamos una relajada tarde en verde, alejados del malvado influjo de la cerveza.

Junto a los preciosos jardines en color panorámico, de flores cuyo nombre desconozco, la verdadera corriente eléctrica que me movió el piso, como dice los hermanos de la pampa, fue el recorrido por los invernaderos. Siempre me ha parecido fascinante esa atmósfera densamente seductora, la dialéctica de una naturaleza exuberante enclaustrada en un edificio, los estrechos pasillos, el agua estancada, la sensación de viajar a un continente diferente con el olor de una espesa planta, con el roce de un helecho descomunal…

Borracho de dióxido de carbono, me puse a imaginar las inmensas posibilidades cinematográficas de este particular hábitat, y mi memoria enseguida fue polinizada por el cínico, intuitivo, duro e irónico Humphrey "Philip Marlowe" Bogart, entrando a un invernadero que huele a crimen, donde le espera en silla de ruedas el general Sternwood, en la magistral El sueño eterno.

- ¿Le gustan las orquídeas?
- No demasiado –contesté.
El general entornó los ojos.
-Son asquerosas. Su tejido es demasiado parecido a la carne humana y su perfume tiene la podrida dulzura de una prostituta.

¡Fum! El diálogo-bala del gran Raymond Chandler envuelto entre plantas que tosen, entre flores con el color en blanco y negro de la roja sangre… Un mundo esponjoso sobre el que descansa un arco tenso de palabras que se deshacen en la boca, que uno puede paladear y disfrutar de su sabor: el dulce néctar, los filamentos orgullosamente erguidos, el hermoso cáliz, el estigma pegajoso que recoge el polen…

En procesión de 35 mm, y junto a ese sueño eterno que nos alcanzará a todos, llegaron pidiendo paso Jack Lemon y Lee Remick, sedientos de whisky por los suelos de un invernadero en Días de vino y rosas. Después, Tom Cruise, picado por una planta venenosa, asumiendo la cuenta atrás de su vida, mientras la viejecita a la que ha acudido desesperado cuida meticulosamente sus plantas y le relata cómo se irá paralizando su cuerpo… Otra vez la muerte cercando el invernadero, esparcida cual tibio aspersor, en esta joya de la ciencia ficción que es Minority Report (¿Podemos elegir realmente en la vida?, grita la espléndida idea control de la película). Y, como no, las vainas aterradoras de La invasión de los ladrones de cuerpos, abriéndose en el invernadero para dejar paso a las réplicas alien de los personajes…


La suerte de compartir vida junto a una hermosa devoradora de literatura es que, cuando menos te lo esperas, las maravillas se abren ante los ojos, y las asociaciones de ideas refrescan el aplomado cerebro. Tan sólo unos días después de la visita reveladora a los invernaderos y cuando todavía tenía el CO2 haciéndome cosquillas en la sangre, llegó a mis manos el libro Arcadia todas las noches, de Guillermo Cabrera Infante, quien ya me había hecho gozar con su Cine o sardina.
El escritor locuaz, el gran fan del cine, el malabarista de los juegos de palabras, el niño que hace plastilina con el lenguaje, se zambulle en Arcadia... en sus grandes mitos, por supuesto comenzando con el monumento Orson Welles, para luego asistir de puntillas a los asesinatos de Hitchcock y tomar de postre la poderosísima narración-acción de Howard Hawks. En ese capítulo dedicado al director que hizo obras maestras en cada género, Cabrera Infante cita algunos pasajes de El sueño eterno, justamente los que se me aparecieron a fogonazos en el jardín botánico.

Se levantó lentamente y vino hacia mí moviéndose toda. Llevaba un vestido negro mate. Sus muslos eran largos y andaba con un vaivén que no había visto nunca en una librería.

Dos líneas. 30 palabras. Ya sabes qué mujer habita y no habita en la tienda. Ya sabes adonde conduce ese vaivén. La descripción certera, directa, seca, despojada del artificio. Una prosa intensa, con textura, rugosa si se quiere, como aparece en la descripción del invernadero. Y, cuando se acerca al humor cáustico, como en este travelling descripción de la dependienta de la librería, un estilo “refinado y tan embriagador como el cognac-champagne”, citando a Cabrera Infante. La novela negra en todo su esplendor a través de la máquina de escribir del alcoholizado Raymond Chandler, a quien me descubrió mi gran pana Julián Santana. El genio de Un largo adiós, de Adiós, muñeca, de La mujer del lago, que comenzó a escribir de verdad a los cincuenta años, cumbre junto al más colorido Dashiell Hammett de un género injustamente infravalorado.


Plantas encerradas, crímenes, Chandler y cine, todo junto y asfixiantemente adictivo. Que hermosos los invernaderos, y qué escenario tan acolchado e inquietante para juguetear con el crimen en la gran pantalla.

Fotos Jardín Botánico de Múnich: Claudia Hernández