miércoles, 21 de mayo de 2008

George Bailey cumple 100 años


"Yo no interpreto, reacciono"

El martes 20 de mayo James Stewart hubiera cumplido cien años. La dupla Bobolonga que oficia este cronosinclástico hábitat comparte admiración, recuerdos emocionados y debilidad por este legendario actor, fallecido por una embolia pulmonar en 1997. Larguirucho, de maneras elegantes y tranquilas, y con una suave y pausada forma de hablar, Stewart nunca fue el galán estereotipo de Hollywood, pero su discreta –sólo en apariencia- presencia recorre decenas de obras maestras durante la era dorada de la industria.

“Soy un hombre inarticulado, que se expresa con dificultad, y que siempre lo está intentando. Realmente no tengo todas las respuestas, pero, por alguna razón, lo consigo”. ¿Dónde está el clic que convierte a los buenos actores en mitos? En Stewart, los extremos apenas se transitaban. Su magnetismo no procedía del impacto físico ni del culto al Actor’s Studio ni del marketing de los grandes estudios. Sin embargo, su capacidad para transmitir, para caminar sobre la empatía del espectador era y es poderosísima. Escondido bajo una pátina comedida y reflexiva, el actor racionaba los escapes emocionales, por eso cuando llegaban agarraban por el pescuezo y ponían un nudo en la garganta. Le bastaba el prodigioso arco de matices de su mirada, de sus gestos, y la frase entrecortada, a medio camino del atrevimiento, para hacernos creer a pies juntillas en el personaje.

Personajes casi siempre honestos, desinteresados e idealistas, líderes improbables de la comunidad, tipos corrientes lanzados de súbito a una crisis de la que emergían con heroicidad. Para mí, James Stewart remite irremediablemente a Frank Capra, el cineasta del new deal Roosvealtiano, el director del voluntarismo cinematográfico, del patriotismo y de la elevación del ser humano y los valores americanos por encima de todos los males. Un pianista de las emociones humanas, denostado por cierta crítica que se pone los guantes de lycra para ver un film, que analiza cada historia en función de su visión ideológica. Sí, en los filmes de Capra siempre había final feliz, existían héroes de inquebrantable bondad y el egoísmo era derrotado, pero su vigencia sigue siendo extraordinaria.

Y sí, James Stewart, el hombre, no el actor, era un tipo ideológicamente muy pero que muy a la derecha del partido republicano, de por sí ya muy pero que muy a la derecha. Un fundamentalista al lado de los inquisidores en la oscura etapa del maccarthysmo, defensor de los argumentos ultra de su amigo del alma John Wayne, resonante voz en las sendas campañas presidenciales de Richard Watergate Nixon, adalid de las políticas Reagan y fustigador de los chavales que protestaban contra Vietnan ("Los odio, ¡son una pandilla de cobardes!") Qué más da. El juicio moral no viene preescrito en este post.


Como el cine está hecho del material del que se construyen los sueños, anoche hice un ejercicio de Stewartismo. Cerré los ojos y vi a George Bailey corriendo por el pueblo nevado de Bedford Falls, saludando a voz en grito a todos sus paisanos, con la euforia recobrada de Qué bello es vivir. Recosté la cabeza en el sofá y dibujé al senador –por accidente- Smith en el alegato de filibusterismo más hermoso de la historia del cine, hablando hasta la extenuación en el Congreso estadounidense para evitar la aprobación de una ley injusta y corrupta. Una batalla perdida que ganaba un Caballero sin espada. Seguí soñando y las imágenes aparecían en forma de espiral, en un beso de Scottie que daba Vértigo, girando una y otra vez sobre los labios de Kim Novak. Al parpadear y mirar en la distancia, imaginé luego un telescopio parapetado en una Ventana indiscreta, y el ojo azul clarividente de L.B. Jeffries, que adivinaba un crimen en el edifico de enfrente.

Más tarde apoyé la cabeza en el respaldo de un asiento de un tren, y observé a Ransom Stoddard, sentado con cargo de conciencia junto al ataúd de John Wayne, El hombre que (realmente) mató a Liberty Valance. Después cambié el tren por el avión, y al pasar de refilón por la cabina del piloto, me pareció atisbar las manos largas de Charles Lindbergh, en la ruta destino a la historia a bordo de El espíritu de San Luis. Llegué al aeropuerto y entré en una tienda, donde descubrí a Alfred Kralik mirando de reojo y con timidez a su enemiga dependienta, amada epistolar por descubrir en El bazar de las sorpresas. En un momento de eléctrica plenitud, me tiré de espaldas a la piscina y, en el vuelo aéreo, mientras cortaba el aire con dos tirabuzones y medio, se me cruzó la sonrisa burlona de Tony Kirby, pensando aquello de Vive como quieras, al contemplar a su ricachón y amargado padre dando vueltas sobre los hombros del ex campeón de lucha grecorromana Kolenkhov.

Por la noche, me puse un sombrero antiguo y bajé las escaleras en busca de Tierras lejanas, deseando compartir viaje con el ganado de Jeff Webster en medio del salvaje Oeste. Ya nada me podía parar, y tras bailar alrededor de los ojos de mi chica durante toda la noche, me dio por subirla en mis brazos para entrar en casa. Al cruzar la puerta, casi tropiezo con la melena pelirroja con olor a gin tonic de Katharine Hepburn, a hombros del periodista de alta sociedad Macaulay Connor, vértice del triángulo delicioso y sofisticado de Historias de Filadelfia. El día acabó a lo grande, con un aplauso ininterrumpido de 15 minutos, que inmediatamente mis tímpanos conectaron a una noche de 1985 en el Kodak Theater de Los Ángeles, donde la comunidad del cine rendía homenaje a James Stewart con un Oscar honorífico.


"Soy James Stewart interpretando a James Stewart. Podría echarlo a perder buscando otras caracterizaciones. Simplemente interpreto variaciones de mí mismo”.
Con eso nos bastó a todos, y con eso entró para siempre en el Olimpo del séptimo arte. Gracias por los grandes momentos. Happy Birhtday, Jimmy!

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