Con la intención de convertir este espacio en una sesión continua y no en una sala de estrenos cada dos meses, retomo la cámara al hombro, cambio a tipo de letra Courier 12 y pongo mis orejas en sonido surround THX. Frente a la obligación de la actualidad inherente a cada bitácora, hoy, como pequeño co-dictador del reino de Os Bobolongos, me auto concedo la licencia de viajar al pasado para sumergirme en una película que visioné hace unos días y que me emocionó con intensidad e hizo reír a carcajada limpia. Un filme ya estrenada hace meses, ampliamente comentada entre la crítica e injustamente olvidada en los aburridos Oscar: Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007).
Darjeeling es un viaje en tren con muchas más estaciones de las que aparecen a primera vista. Un viaje cuyo destino es el propio viaje, como ha ocurrido en los grandes relatos desde que Ulises se echase al mar. La historia de tres hermanos cargados de inseguridades y traumas que acuden a la espiritual India en busca de recuperar el rumbo en sus vidas se convierte en un trayecto redentor y, por qué no, iniciático, donde se reivindica la fraternidad de la familia, eso sí, hiperdisfuncional como debe ser en todo buen filme indie.
Adrien Brody, Owen Wilson y Jason Schwartzman son los disgregados hermanos Whitman, que sólo comparten su necesidad de químicos para sobrevivir y su envidia recíproca, llenos de cuitas pendientes desde la muerte de su padre y la huída de su madre a la India para convertirse en una especie de gurú de la meditación. Los tres bordan sus papeles, destilando una tristeza nostálgica que impregna todo la película. Las vías del filme están recorridas por una música en equilibrio armónico y una dirección artística espléndida, con el color, la alegría y la viveza de los amarillos y naranjas de la India frente al gris existencial de los hermanos, a cual más desequilibrado mentalmente. Y por el camino, Anderson tiene tiempo para disparar torpedos a la visión occidental de una India pura y exótica, en el filme casi caricaturizada por el director. Una India a la que acude en masa un turismo ansioso por sentir una vivencia espiritual y que, al mismo tiempo, es incapaz de ver más allá de su consumismo y su onanismo mental.
India, la tierra sagrada como escenario. Y el tren, el más cinematográfico de los medios de transporte, como metáfora. Metáforas hiperrealistas que brotan a lo largo del trayecto, como esas maletas Louis Vuitton diseñadas especialmente para el filme por Marc Jacobs, que simbolizan la pesada carga del pasado, o el magullado rostro de Owen Nilson, reflejo de su baqueteado espíritu, o las feas gafas que Adrien Brody lleva y no necesita, pero que fueran de su fallecido padre, o la amenaza del tigre que atemoriza a los fieles del templo donde ahora reside la madre de los hermanos -la gran Anjelica Huston-, o la serpiente venenosa que lleva el grupo en una caja con el signo de la muerte.... Metáforas que se mezclan con brillantes homenajes, como ese ayudante-criado del controlador Owen Nilson, que prepara el programa de las visitas espirituales de los hermanos, deudor de la relación entre Peter Sellers y su criado Kato en La Pantera Rosa.
Wes Anderson ama a sus personajes, verdaderos perdedores postmodernos que recitan afilados diálogos de humor negro con el rostro más serio. Esquizofrénicos en muchas ocasiones, fracasados en la vida, envueltos en un manto de soledad y apatía, llenos de flaquezas y de traumas del pasado... Son seres en permanente crisis existencial a los que Anderson observa con microscopio, subrayando cada detalle de su desequilibrio, casi regocijándose en sus debilidades y psicopatías... un dibujo hiperrealista de lo que no funciona exhibido en una puesta en escena casi teatral que, paradójicamente, consigue conmover al espectador. Y lo hace porque Anderson mira sus personajes con una profunda ternura y sinceridad, como queriendo gritar a través de ese barroquismo formal que la vida es triste y la alegría fugaz, pero que el viaje siempre es más agradable con alguien al lado que te acompañe.
El preciosismo estético de Wes Anderson, ya había deslumbrado en ese corrosivo retrato del mundo académico que es Academia Rushmore, en el surrealismo de la familia llevada a su grado extremo disfuncional de Los Tenenbaums o en la parodia un tanto fallida de La vida acuática de Steve Zissou. Pero es en Viaje a Darjeeling donde Anderson firma su mejor obra, caminando sin caerse por las vías de la tragicomedia, combinando el humor negro con el romanticismo, la hipérbole detallista con el lirismo profundo. Un viaje de absoluto subidón sin necesidad de pastillas.
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