sábado, 26 de abril de 2008

Sabes más el diablo por viejo que por diablo


Billy Wilder se paso las dos últimas décadas de su vida (murió en 2002 y su último filme fue Aquí un amigo, de 1981) atado en el sillón de su despacho, bajo su cartel más querido –Piensa antes en cómo lo haría Lubitsch-, esperando que le dejasen dirigir de nuevo. En el esplendido libro Conversaciones con Billy Wilder, del también cineasta Cameron Crowe, el incomparable Wilder repasa su tortuosa colaboración con otro genio mayor de la escritura, Raymond Chandler, en el guión de Perdición. El trabajo mano a mano entre el director austriaco y un Chandler de 62 años, ya absolutamente alcoholizado, fue un terremoto continuo que acabó en un enfrentamiento público entre ambos.

Con su afilado sarcasmo, Wilder recoge en el libro de Crowe aquella relación: "Con el tiempo, la ira se disipa, se diluye. Uno se olvida. No puedo perdonar a Hitler, pero claro que puedo perdonar a Chandler. Es otra cosa... aunque... Chandler tenía un poco de Hitler". Lo cierto es que, a pesar de la guerra civil entre ambos, de la tempestad nació la obra maestra, y la pareja dio forma a Perdición, para muchos una de las obras centrales del film noir, un prodigio de perfección estructural, estilítica y de dirección.
"La mejor película hecha jamás", según un tal Woody Allen. "Chandler no quería saber nada de la estructura de un guión cinematográfico. Era un desastre para ello. Pero era un genio para los diálogos y las frases potentes (No hay nada más vacío que una piscina vacía)", es como Wilder describe la fórmula química que hizo resplandecer el guión.

La referencia a Billy Wilder nos acerca a la razón original de este post, la película Antes que el diablo sepa que has muerto, de Sidney Lumet, uno de los últimos directores clásicos vivos, que corrobora con su vigorosa cámara que sabes más el diablo por viejo que por diablo. A Wilder, como decíamos, y a pesar de su absoluta lucidez, se le tuvo en barbecho los últimos 21 años de su vida por miedo a que fuese incapaz de terminar un nuevo rodaje. Afortunadamente, a sus 83 años, a Lumet aún se le permite seguir haciendo hoy lo que mejor sabe: dirigir estupendos thrillers. Y su última obra le vuelve a emparentar con Wilder ya que, sin llegar a la perfección del maestro austriaco, Antes de que el diablo sepas que has muerto conjuga la cuadratura soñada que todo buen noir debe exhibir: estructura, ritmo, diálogos directos y giros inesperados.

La película es cine negro en estado puro, un thriller de ritmo apabullante e hipnótico. La tensión va in crescendo como una locomotora de alta velocidad, al igual que la sensación de asfixia alrededor de los personajes, que se va cerrando como la niebla del Londres de la época victoriana y Jack el Destripador. Foi de primera envuelto en un montaje implacable, de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, ese rompecabezas cronológico mil veces utilizado desde que Quentin Tarantino lo volviese a poner de moda con Reservoir Dogs, el Rashomon de los noventa, y Pulp fiction.

Una historia de pobres diablos pusilánimes con la palabra fracaso escrita en su futuro, tipos encorsetados con un diablo dentro que ansían el crimen perfecto y padres secos como un pozo de agua esquilmado. Una escalada de perversa e inepta aptitud criminal, que desemboca en una melodramática tragedia familiar contemporánea, en la que quién más daño te puede hacer es aquel a quién tienes más cerca: el ribete shakesperiano trágico y fatalista en la relación del padre con sus dos hijos.

El reparto protagonista lo borda, así que sería un crimen visionar esta joya en su versión doblada. Philip Seymour Hoffman, actor del año para este Bobolongo por su fantásticas interpretaciones en The Savages y La guerra de Charlie Wilson, y Ethan Hawke, sorpresa agradable del filme, clavando su personaje de perdedor, son los hermanos Andy y Hank Hanson, uno el alpha (Hoffman) y el otro el beta (Hawke).


La recuperada Marisa Tomei , la femme –que no fatale, a pesar de su adulterio- de la historia, es Gina, casada con Andy (Hoffman). Su papel de esposa insatisfecha sexualmente quizá sea el personaje más desdibujado de la película, aunque tiene tiempo para regalar el mejor desnudo femenino del 2007, según el diario sensacionalista The Sun. El cuarteto principal lo cierra el grandísimo Albert Finney, que agarra la película en su último tramo para dominarla con sequedad, dolor y brutal corazón de hielo. También hay una ventana para Amy Ryan, la madre drogata e irresponsable de la notable Gone, baby gone, del sorpresón Ben Affleck (¿será al final más que una cara de palo?). Ryan interpreta aquí el papel de la tercera hermana Hanson, la única normal de los tres.


Además del reparto en estado de gracia, el carbón que mueve la caldera de la película es un guión preciso como un reloj suizo, contundente, fluido y con vueltas de tuerca inesperadas, que contiene señales de que estamos ante un escritor con un futuro poderoso, el debutante Kelly Masterson (también autor teatral). Un guión, por cierto, escrito en 1999 que ahora por fin ha visto la luz, y que ha permitido a Masterson abandonar su trabajo en un banco y dedicarse a su sueño de escribir. Una fantasía muy recurrente que esta vez se ha hecho realidad.

Acudiendo a las enseñanzas del maestro William Goldman en su obra de cabecera para cualquier amante del cine, Las aventuras de un guionista en Hollywood, hay que ser muy bueno para poner en los labios de un actor, no ya secundario sino terciario, la mejor frase o revelación con mayor carga de profundidad del filme. Goldman, padre de fabulosos guiones como los de Todos los hombres del presidente, Dos hombres y un destino, Misery o La princesa prometida, entre decenas de otros, cita a Joseph L. Mankiewicz y su guión de La princesa descalza, con Humphrey Bogart y Ava Gadner.

En la película, Bogart es un director de élite y Gadner la nueva sex-symbol del cine, pero sin ninguna relación sexual entre ellos, porque Boggie se enamora y se casa con una script. Esta script, con apenas unas líneas en toda la historia, es la que dice la frase más memorable del filme. Bogart juega al backgammon con su esposa en un casino. Gadner está en frente. De repente irrumpe una rubia borracha que se empieza a meter con Ava, celosa de su éxito y misteriosa vida sexual. Le pregunta con quién se acuesta. Se arma una bronca y llega la frase-torpedo: "Lo que ella tiene, no podrías ni deletrearlo, y lo que tú tienes, solías tenerlo...". ¡¡Buum!! Mastica eso. Golpe certero y brillante, sólo que quien lo dice no es la superestrella Bogart, sino su mujer, apenas una sombra en la película.

Pues bien, Kelly Masterson repite atrevimiento, salvando las distancias de calidad respecto a Mankiewicz, claro está. Masterson pone en los labios de un personaje terciario, un repulsivo prestamista de joyas judío, la revelación clave de la película y la frase más destructiva sobre la familia que desencadena la venganza del padre. Otra señal de magisterío de guión es la escena inicial, sexo sin inhibiciones entre Andy (Hoffman) y su mujer Gina (Tomei), a simple vista, una escena gratuita. Nada más lejos de la realidad. Un mandamiento del cine clásico es conseguir en el comienzo de una película definir a un personaje, al protagonista, si puede ser. En apenas unos minutos, saber de qué pie cojea el tipo.

¿Por qué abrir la historia así? Porque, aparte de sus viajes con jeringuilla, es el único momento del filme donde Andy ríe, es feliz, está relajado, sin ninguna responsabilidad... Y donde le vemos mirarse en el espejo mientras folla, orgulloso, arrogante... Sólo hay sitio para "yo" en su cabeza... "yo, yo, yo", como demuestra también en la conversación post coito con su mujer. Así traza Lumet las líneas gruesas de Andy, un tipo obsesionado consigo mismo, deseoso de evadirse de la realidad, de echar a la basura su encorsetamiento -es también el único momento donde su pelo no está engominado-, de vivir una libertad a la que no se atrave a saltar.

Como también, nada más comenzar la película, entendemos la bajeza moral a la que ha llegado el personaje de Paul Newman en Veredicto final, obra maestra de Lumet, cuando el actor acude a un velatorio, haciéndose pasar por amigo del muerto, y le entrega una tarjeta de abogado a la viuda, por si ésta quiere reclamar indemnización al tratarse de un accidente. La viuda le echa a patadas por ser tan rastrero y el devenir amoral del personaje del mito Newman queda definido en tres minutos. Volviendo al guión de Masterson, vale la pena destacar también la escena anterior al robo, de un patetismo cómico excelente, con el tembloroso Hawke disfrazado con una peluca y bigotes de bufón, y el matón preparándose para su momento poniendo heavy metal en el coche: "Right now, I got to get into character“ (Ahora me tengo que meter en el personaje).

Pero el circo no encandila sin un maestro de ceremonias que mueva los hilos con acierto, y en este caso Sidney Lumet toca las teclas como Chick Corea el piano. Joder qué bueno es. Un director capaz de hacer que un armario empotrado del calibre de Vin Diesel pareza un actor (Find Me Guilty) es casi sobrenatural. Sabio en sus decisiones pre rodaje -convirtio la relación de amistad de Andy y Hank del guión original en una filial y borró el hijo del matrimonio Andy-Gina que figuraba en el texto-, Lumet mantiene su pulso férreo durante toda la narración, alimenta la tensión paulatinamente y equilibra con brillantez los momentos de fuerza de cada personaje. Nominado cuatro veces para el Oscar como mejor director -12 hombres sin piedad, Tarde de perros, Network y la citada Veredicto final- y una como mejor guionista -El príncipe de la ciudad- , Lumet demuestra que la Acamedia se equivocó al entregarle el Oscar honorífico a toda su carrera en 2006: le queda cuerda para rato.

Dos de las biblias de la crítica en la red, Rotten tomatoes y Metacritic le otorgan a la película porcentajes cercanos al 90%. Robert Ebert, uno de los críticos más prestigiosos desde su atalaya del Chicago Sun Times, le da cuatro estrellas y califica a Lumet de "tesoro viviente". Richard Schickel, en la revista Time, coloca al filme el tercero en su lista de mejores películas de 2007. La taquilla, por el contrario, ha sido tacaña con la magnífica obra, 17,5 millones de dólares recaudados en todo el mundo por el momento.

Entrevista a Sidney Lumet (en inglés)

Si quieres bucear, la lista de imdb con más de cien críticas en la red


Sinopsis oficial del filme (yo que tú no la leía...)

Desesperados por conseguir dinero fácil, dos hermanos de clase burguesa, Andy, (Philip Seymour Hoffman), un ambicioso hombre de negocios casado con una mujer florero y adicto a la heroína, y Hank (Ethan Hawke), cuyo sueldo se va casi íntegramente en pagar la pensión de su ex mujer y su hijo, conspiran para llevar a cabo el atraco perfecto: atracar la joyería de sus padres en Wetchester, Nueva York.
Nada de pistolas, nada de violencia, y nada de problemas. Pero cuando su cómplice decide no cumplir las reglas del juego, las cosas no salen como ambos se esperaban.

martes, 15 de abril de 2008

'Hotel Terminus': la ruta de las ratas



En la memoria colectiva de la Humanidad hay mucho rastro de sangre y atrocidades, pero quizá ningún otro acontecimiento como la Segunda Guerra Mundial ha resumido de forma más cruel hasta qué punto de barbarie el ser humano es capaz de llegar. Como está contando con sabiduría la otra mitad Os Bobolonga en su brillante serie El siglo XX europeo: historia de la hipocresía, muchos de los lodos actuales vienen de aquellos barros: la conculcación del derecho internacional, la ocupación palestina, el poder –blando y duro-de Estados Unidos, la nula capacidad europea de acción común...

Especialmente abrasiva es al cuestión del Holocausto judío. Cómo pudo llegar a suceder, cuántos ciudadanos -no sólo de Alemania- lo sabían, qué países fueron cómplices, hasta dónde llegaba –y llega- el antisemitismo en aquella Europa o hasta qué punto se han depurado responsabilidades son sólo agunas de las preguntas que acechan la ambivalente conciencia del Viejo Continente. Para su respuesta es aconsejable añadir a la lectura de la historia escrita por los vencedores la alimentación a través de otras fuentes, textos y crónicas. Visiones perpendiculares y con muchas más aristas que la línea oficial, como el impresionante documental que está en el origen de este post: Hotel Terminus.


El paso del tiempo, el derrumbamiento de la Unión Soviética, el advenimiento de la sociedad feliz consumista y la memoria Memento de gran parte de la opinión pública va arrinconando aquellos hechos de La Gran Guerra a un cuarto oscuro, pero, de vez en cuando, suceden casualidades del destino que le sacan a uno de la atonía y le hacen recordar las palabras del hombre de las mil citas, Winston Churchill: Aquellos pueblos que no conocen su historia, están condenados a repetirla. La película Hotel Terminus, Leben und Zeit von Klaus Barbie (Marcel Ophüls, 1988) ha sido, en ese sentido, un chasquido brutalmente revelador para mí.


Cocinado por mi amada Claudia, habíamos preparado un delicioso menú gourmet fílmico para la tarde del domingo. Aún con la visita fresca en la memoria a König Platz, Carolinen Platz y Maximilian Strasse –área vertebral donde se concentraron los lugares de culto del nazismo en Múnich-, nos dispusimos a visionar la citada Hotel Terminus, considerada en diversas guías cinematográficas el mejor documental del siglo XX -con la aprehensión que estos latiguillos me suelen provocar- y Los falsificadores. Ésta última es un filme austríaco ganador del Oscar 2008 a la mejor película de habla no inglesa, que narra la odisea de un talentoso grupo de judíos que, para sobrevivir en un campo de concentración, falsifican libras y dólares para los alemanes. Una obra de buen ritmo y factura
, pero a años luz de la increíble dimensión de su compañera de sesión doble.

Hotel Terminus se proyecta sobre la macabra figura de Klaus Barbie, carnicero de la Gestapo en el área de Lyon y responsable de torturas, asesinatos y deportaciones de hombres y niños judíos a los campos de exterminio. Según Wikipedia, se le acredita a él o a sus colaboradores el envío a campos de concentración de 7.500 personas, 4.432 asesinatos y el arresto y tortura de 14.311 combatientes de la Resistencia francesa. Pues bien, la película se asoma como premisa a este criminal atroz, a través de cientos de entrevistas por medio mundo, pero su profundidad produce un eco infinito de mensajes sobre el papel jugado por las potencias ganadoras de la guerra, la conciencia de la ciudadanía francesa, el papel y verdadero valor de la mediática Resistencia y la podredumbe miserable de la real politik mundial.

Klaus Barbi, de oficial de la Gestapo
y en el juicio posterior


El filme avanza como un lúcido cometa, descubriendo nidos de serpiente y ramificándose en inesperadas reve
laciones que llaman a la puerta de la conciencia. Por la cámara de Ophüls pasan víctimas y verdugos, ciudadanos de a pie, fiscales, cazadores de nazis, nostálgicos hitlerianos y, sobre todo, gentes que decidieron mirar a otro lado. "Ya sé, usted me va a decir que... Mire, yo no sabía nada. Además, esas cosas pasaron hace más de cuarenta años, no se puede remover el pasado así" es la letanía que se repite, de inquietante parecido a la que braman los antirevisionistas del franquismo. La justicia, que no la venganza, enterrada en aras de la tranquilidad de conciencia.

Concentración nazi en Nuremberg en 1934

A través del sobrecogedor sendero por el que nos guían las pesquisas de Ophls, el espectador aprende, entre otras enseñanzas, que los crímenes a los judíos siempre tienen una pena menor, que Estados Unidos protegió a la bestia Barbie, que la llamada ruta de las ratas que mandaba nazis a Suramérica contaba con la inestimable ayuda de miembros de la curia Vaticana o que los nazis jugaron un papel importante entre bastidores en los golpes militares en el continente americano en la década de los sesenta, setenta y ochenta.

Hotel Terminus –cuyo título recoge el nombre del hotel donde Barbie y sus carniceros torturaban a la gente- nos descubre como el asesino fue fichado por los servicios secretos estadounidenses nada más terminar la guerra para reforzar su equipo de contraespionaje, cuando ya se fijaba el objetivo en el nuevo gran enemigo, la Unión Soviética, en el amanecer de La guerra fría. Las virtudes de Barbie interrogando y sus contactos en el Este fueron los argumentos para su fichaje. Al igual que para el programa espacial de la NASA reciclaran a Wernher von Braun –creador de las destructivas bombas V-2 en los estertores de la guerra, construidas con las sangre de miles de esclavos muertos-, los estadounidenses usaron con profusión a Barbie para la guerra en las cloacas del estado. Una utilización de criminales confesos que también les iguala a los soviéticos en ese periodo.


Hotel Terminus
pone el dedo en la llaga del fin justifica los medios que abrazó el Go
bierno Eisenhower y la Alemania de la postguerra, decidiendo hacer tabla rasa con los criminales nazis bajo el paraguas rotulado: "Todos recibíamos órdenes" (en la RFA no se juzó a nadie por crímenes nazis). Mientras, en Francia, la estrategia fue la hipérbole del elogio a la Resistencia, el entierro de los delitos de lesa humanidad del régimen colaboracionista de Vichy y juntar todas las atrocidades bajo la denominación más comprensible de crímenes de guerra.

Concentración de apoyo al régimen de Vichy (1944)

El filme contiene momentos de meteoritíco impacto por su espontaneidad. Como, por ejemplo, cuando el director acompaña a una de las pocas niñas judías –ahora mujer- superviviente de las razzias nazis. La mujer visita la casa donde residía con su familia de pequeña, en el pueblo de Izieu, lugar del que Barbie arrancó a 44 críos para enviarlos a las cámaras de gas. Allí, junto al portal de su antiguo hogar, la mujer judía entabla conversación con una anciana asomada a un balcón. La vecina se deshace en frases cariñosas hacia la antigua inquilina, y añade profundas lamentaciones por la muerte de su familia en la guerra. "Me acuerdo perfectamente que usted no hizo nada cuando vinieron a por nosotros. Se dio la vuelta y se encerró en su casa“, le contesta la mujer judía. La palidez de la anciana y la vergüenza interior casi se pueden palpar desde el otro lado de la pantalla.

Otro momento tremendo son las patéticas palabras del propio Klaus Barbie, retenido por fin en Bolivia en un furgón, camino del avión que le llevaría a Francia para su juicio. Una captura después de más de dos décadas viviendo con todas las prevendas en suelo boliviano y haciendo las veces de muñidor de golpes de estado e, incluso, de mano entre las sombras que ayudó a dar caza y muerte al Ché Guevara en 1967, como relataba el prestigioso diario The Guardian en 2007.

Pasaporte boliviano de Barbie


Pero si la fuerza reveladora de la película jamás pierde fuelle, la vuelta de tuerca final quizá sea aún más apabullante y, al mismo tiempo, desoladora. El juicio a Barbie, que comenzó en 1987 en Lyon, se convierte a través de la incisiva cámara de Ophüls en un patético teatro de impostura y enjuague político. Con las preguntas del director alemán descubrimos que Jacques Vergès, el prestigioso abogado de Barbie, estaba financiado por un oligarca suizo filonazi cuya filantropía también regaba las operaciones terroristas de diversas facciones palestinas. Es así como extrema derecha y extrema izquierda se tocan, se abrazan y se meten la lengua hasta el fondo, mostrando el delirio al que conduce todo fanatismo.


Una sucia verdad que se intuye entre las bocanadas al Havano que da el abogado Vergès, un siniestro personaje que desprende tanta inteligencia como inquietud, y que pareciera salido de la mente laberíntica del incomparable Orson Welles. Vergès, abogado de luchadores del Frente de Liberación Argelino, que sufrieron las torturas de la policía secreta francesa durante la colonización, explica entre silencios su paso al lado oscuro y argumenta la defensa de Barbie en el sacrosanto derecho a la preescripción de los crímenes. Además, aduce, las acciones del carnicero de Lyon no fueron más terribles que las de cualquier colonialista en cualquier parte del mundo, incluyendo a los franceses, quienes nunca fueron perseguidos. Y es así como árabes, asiáticos y negros, víctimas históricas de numerosas matanzas, suben al estrado para convertirse en los mejores apóstoles de la defensa de Barbie. Una esquizofrénica paradoja que resume el periodista Alain Finkielkraut a la salida del juicio: "Si en 1945, justo al acabar la guerra, le dicen a alguien que, en treinta años, las razas sub-humanas [en concepción Hitleriana] serían los defensores de un asesino y torturador nazi nadie lo hubiera creído".
Jacques Vergès, abogado de Barbie


Pero si apesta el conglomerado que se aglutina para defender a Barbie, insoportable es el hedor que deja la conclusión final del documental. Ophüls, una vez más, vuelve a mostrar en primer plano el rostro sudoroso de una persona que miente, esta vez nada menos que el Fiscal principal, Pierre Truche, encargado de llevar el peso de la acusacion contra Barbie en el juicio. El director germano le pregunta el por qué de no llamar a declarar a testigos que desvelaban la connivencia de colaboracionistas franceses en la delación de los niños judíos. El fiscal aduce la falta de credibilidad de estos testimonios. Pero, en paralelo, la cámara vuela a uno de esos campesinos que fue testigo de la deportación. Y uno desde el primer momento sabe quién miente de los dos, quién no suda al hablar, quién habla con la tranquilidad de la conciencia limpia y de no tratar de ganar nada en el empeño. El ya anciano campesino, en su modestísima cocina, desvela cómo un paisano francés del pueblo delató en 1945 a los niños, y la posterior captura de los críos por parte de Barbie, inlcuidos culetazos en la cabeza y golpes en la barriga a los infantes. Y el amciano lo relata con la microscópica memoria de esos viejos que recuerdan la caída de una hoja hace 50 años y se olvidan de las cosas que pasan hace dos días.

Marcel Ophüls


Y es que la decisión de la Fiscalía francesa de hacer un totum revolutum con los asesinatos de miembros de la Resistencia francesa y el genocidio de los judíos mitigaba las responsabilidades históricas de la República de la Liberté, égalité, fraternité. En realidad, Barbie es condenado por matar juntos al más carismático líder de la Resistencia jamás atrapado -Jean Boulin- y a unos niños judíos. Así todos se consideran víctimas. Pero la realidad es mucho menos sencilla. Boulin, como demuestran los testimonios recogidos por Ophüls, fue cazado por una traición, fruto de las intrigas de una Resistencia carcomida por las lucha intestinas entre monárquicos, socialistas y comunistas, y cuyo peaje en vidas fue absolutamente incomparable con la tragedia del pueblo judío. Pero al meter a todos en un saco, Francia evitaba de alguna forma mirar al desnudo su conciencia, hacer un examen real de su mayoritaria ayuda a los ocupantes nazis y ocultar las firmas de sus dirigentes en muchos documentos de deportación de decenas de miles de judíos a los campos de la muerte.
Ciudadanos alemanes, obligados a ver
cadáveres de judíos tras la guerra


Una revisión del pasado que, afortunadamente, ha ido llegando en Francia lenta pero inexorablemente en los últimos veinte años. Tan necesaria como la eterna memoria del genocidio judío y la rebelión inmediata contra los más pequeños brotes de xenofobia para evitar más Ruandas o Yugoslavias, o por lo menos impedir que sucedan con nuestra omisión de conciencia.

Gracias, señor Öphuls, por su servicio a la ciudadanía.

Para una excelente recopilación de lo que fue el juicio a Klaus Barbie y las implicaciones del caso s epuede visitar (artículos sólo en inglés): http://members.aol.com/voyl/barbie/barbie.htm

viernes, 11 de abril de 2008

Darjeeling, una gozada de viaje


Con la intención de convertir este espacio en una sesión continua y no en una sala de estrenos cada dos meses, retomo la cámara al hombro, cambio a tipo de letra Courier 12 y pongo mis orejas en sonido surround THX. Frente a la obligación de la actualidad inherente a cada bitácora, hoy, como pequeño co-dictador del reino de Os Bobolongos, me auto concedo la licencia de viajar al pasado para sumergirme en una película que visioné hace unos días y que me emocionó con intensidad e hizo reír a carcajada limpia. Un filme ya estrenada hace meses, ampliamente comentada entre la crítica e injustamente olvidada en los aburridos Oscar: Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007).

Darjeeling es un viaje en tren con muchas más estaciones de las que aparecen a primera vista. Un viaje cuyo destino es el propio viaje, como ha ocurrido en los grandes relatos desde que Ulises se echase al mar. La historia de tres hermanos cargados de inseguridades y traumas que acuden a la espiritual India en busca de recuperar el rumbo en sus vidas se convierte en un trayecto redentor y, por qué no, iniciático, donde se reivindica la fraternidad de la familia, eso sí, hiperdisfuncional como debe ser en todo buen filme indie.


Adrien Brody, Owen Wilson y Jason Schwartzman son los disgregados hermanos Whitman, que sólo comparten su necesidad de químicos para sobrevivir y su envidia recíproca, llenos de cuitas pendientes desde la muerte de su padre y la huída de su madre a la India para convertirse en una especie de gurú de la meditación. Los tres bordan sus papeles, destilando una tristeza nostálgica que impregna todo la película. Las vías del filme están recorridas por una música en equilibrio armónico y una dirección artística espléndida, con el color, la alegría y la viveza de los amarillos y naranjas de la India frente al gris existencial de los hermanos, a cual más desequilibrado mentalmente. Y por el camino, Anderson tiene tiempo para disparar torpedos a la visión occidental de una India pura y exótica, en el filme casi caricaturizada por el director. Una India a la que acude en masa un turismo ansioso por sentir una vivencia espiritual y que, al mismo tiempo, es incapaz de ver más allá de su consumismo y su onanismo mental.

India, la tierra sagrada como escenario. Y el tren, el más cinematográfico de los medios de transporte, como metáfora. Metáforas hiperrealistas que brotan a lo largo del trayecto, como esas maletas Louis Vuitton diseñadas especialmente para el filme por Marc Jacobs, que simbolizan la pesada carga del pasado, o el magullado rostro de Owen Nilson, reflejo de su baqueteado espíritu, o las feas gafas que Adrien Brody lleva y no necesita, pero que fueran de su fallecido padre, o la amenaza del tigre que atemoriza a los fieles del templo donde ahora reside la madre de los hermanos -la gran Anjelica Huston-, o la serpiente venenosa que lleva el grupo en una caja con el signo de la muerte.... Metáforas que se mezclan con brillantes homenajes, como ese ayudante-criado del controlador Owen Nilson, que prepara el programa de las visitas espirituales de los hermanos, deudor de la relación entre Peter Sellers y su criado Kato en La Pantera Rosa.

Wes Anderson ama a sus personajes, verdaderos perdedores postmodernos que recitan afilados diálogos de humor negro con el rostro más serio. Esquizofrénicos en muchas ocasiones, fracasados en la vida, envueltos en un manto de soledad y apatía, llenos de flaquezas y de traumas del pasado... Son seres en permanente crisis existencial a los que Anderson observa con microscopio, subrayando cada detalle de su desequilibrio, casi regocijándose en sus debilidades y psicopatías... un dibujo hiperrealista de lo que no funciona exhibido en una puesta en escena casi teatral que, paradójicamente, consigue conmover al espectador. Y lo hace porque Anderson mira sus personajes con una profunda ternura y sinceridad, como queriendo gritar a través de ese barroquismo formal que la vida es triste y la alegría fugaz, pero que el viaje siempre es más agradable con alguien al lado que te acompañe.


El preciosismo estético de Wes Anderson, ya había deslumbrado en ese corrosivo retrato del mundo académico que es Academia Rushmore, en el surrealismo de la familia llevada a su grado extremo disfuncional de Los Tenenbaums o en la parodia un tanto fallida de La vida acuática de Steve Zissou. Pero es en Viaje a Darjeeling donde Anderson firma su mejor obra, caminando sin caerse por las vías de la tragicomedia, combinando el humor negro con el romanticismo, la hipérbole detallista con el lirismo profundo. Un viaje de absoluto subidón sin necesidad de pastillas.